Es la primera vez que he estado conscientemente en Sevilla. La otra vez, la inconsciente, iba de viaje de fin de estudios del colegio y mi único interés era ir a Isla Mágica y dormir lejos de mis padres. Casi sin pretenderlo me topé con la basílica de la Macarena, donde un número interminable de fieles, turistas y devotos hacían fila en un tormentoso —hasta granizo cayó— domingo de estreno primaveral. Impacta entrar en aquel lugar pequeño y tumultuoso y contemplar a la Virgen rodeada de decenas de cirios, llorosa, enaltecida. Se agradece la Misa llena hasta los topes de personas heterogéneas que ganaron la indulgencia plenaria en este templo jubilar, como no podría ser de otro modo en el año de la Esperanza. Sorprende esa tienda a rebosar de locales comprando cromos semanasanteros, carteles decorativos, el juego de mesa cofrade. Se acerca la Semana Santa y la ciudad lo sabe. Pero, lejos de ser un momento concreto y popular, la parroquia no abandona a su Madre solo para venerarla en las calles cuando la religiosidad llega a su culmen. Para nada. Las visitas a María no cesan. Las madres con flores no descansan. Los hijos con peticiones no se olvidan. La escultura se hace carne.