La decisión de Samira
Sabe que en Afganistán no podrá estudiar, pero las dificultades no merman su ambición y cuenta con salir al extranjero para cumplir su sueño
La óptica infantil no enfoca aquello que no entiende, pero los ojos de Samira son enciclopédicos. Revelan la historia de una infancia devastada, agarrada a una muñeca con traje rosa a modo de salvavidas. Samira vive en un orfanato de Kabul y la vida se le ha quedado suspendida en el aire a los 9 años, con la llegada de los talibanes a Afganistán. Tiene muy claro que de mayor quiere ser médico para salvar a las personas de sus enfermedades y así servir a su patria. De momento, hasta que cumpla 12 años, podrá seguir acudiendo a la escuela. A partir de entonces tendrá prohibido estudiar. Las universidades públicas continúan cerradas y los talibanes ya han advertido que las mujeres no podrán ni trabajar ni estudiar. Cuando la intransigencia levanta muros en tu vida, se necesita mantener la determinación que sentimos en la mirada de Samira. Sabe que no lo tendrá fácil, que en su país no podrá estudiar, pero las dificultades no han mermado su ambición y cuenta entre sus planes con salir al extranjero para poder cumplir su sueño. Una absoluta confianza en sí misma para contrarrestar el fanatismo. El talento es una divisa que tan solo encuentra el sitio en algunos seres dotados de una determinación fuera de lo común. Como la de Samira y su muñeca despeinada, que en medio del claroscuro de la fotografía permite que corra una brisa de enigma, una interrogación sobre lo que los mayores pensamos que será su futuro. Pero en su mirada hay un atisbo de esperanza. Es como si quisiera borrar nuestras dudas con la precocidad inocente de sus ojos duros, de mujer fuerte y decidida.
En el orfanato de Samira se están acabando los víveres. Ahmad Khalil Mayan, el responsable de la Aldea Infantil de Shamsa, situada en el norte de la capital, donde vive nuestra huérfana ha advertido que están teniendo que reducir las raciones de fruta y carne que se les da a los niños cada semana, porque se les acaba el dinero. Desde que los talibanes tomaron el control del país, las ayudas se agotaron repentinamente. Por eso lleva semanas llamando desesperadamente a los donantes que han apoyado hasta ahora el orfanato, sin ningún éxito. Lamentablemente la gran mayoría ha abandonado el país y no responden ni a las llamadas ni a los correos electrónicos de socorro que envía a diario. Además, se acerca el invierno y en Kabul las temperaturas descienden hasta los 15 grados bajo cero. En una ciudad donde la electricidad no solo es un lujo, sino que escasea y falla con frecuencia, es lógico que la gente tenga miedo a que llegue la estación más fría del año.
Dan ganas de entrar en la foto para destrabar cualquier gozne de miedo en el rostro de Samira. De susurrar a su oído una canción de cuna que le recuerde al hogar que nunca tuvo, de sentarse a su lado para que note el calor de una familia en la que apoyarse. De asegurar que conseguirá especializarse en lo que quiera. Porque un orfanato en un país en el que la impunidad es generalizada, no es un lugar seguro. En un territorio en el que apenas hay presencia extranjera y en el que todas las embajadas occidentales están tan cerradas como las fronteras, las niñas como Samira están a merced de lo que decidan los talibanes. Si además se cierran las universidades y se limita la educación, el resultado será un país con generaciones poco formadas, a las que se ha negado un futuro. Al final alguien tendrá un día que avergonzarse de consentir que todo esto ocurra. De las niñas afganas a las que no permitimos llegar a ser médicos.