Manos a la obra - Alfa y Omega

Manos a la obra

Lo realmente importante es aunar fuerzas para quitar el barro y conseguir que la iglesia resplandezca

Eva Fernández
Foto: AFP / ANP / Marcel Van Hoorn

El verano comenzó torcido en la zona occidental de Europa. Las graves inundaciones originadas por la lluvia han provocado la pérdida de vidas humanas y cuantiosos daños materiales en regiones de Alemania, Bélgica y Holanda. Ajenas a los ojos del fotógrafo, estas mujeres holandesas limpian con decisión los bancos de su parroquia. Tuvieron que sacarlos a la calle, porque la iglesia quedó anegada por el barro y el agua. Tres mujeres de generaciones distintas, cada una con su historia, sus miedos y alegrías, ahí están juntas, cuidando y protegiendo la casa que las une, porque, a fin de cuentas, una parroquia viene a ser como el cuarto de estar de la casa de Dios. Allí encontramos refugio, recuperamos fuerzas, nos aferramos a lo trascendente y somos bienvenidos a pesar de nuestras diferencias. Un lugar donde rezamos unidos, por los de fuera y por los de dentro, y que nos deja impregnado ese olor de familia que reconocen quienes se cruzan en el camino. Porque es en la calle, puertas afuera, donde se multiplica el tiempo empleado en la parroquia. El trabajo conjunto de estas tres mujeres es una imagen de la unidad y universalidad de la Iglesia.

Perdemos demasiado tiempo en batallas innecesarias, en guerras absurdas, cuando lo realmente importante es aunar fuerzas para quitar el barro y conseguir que la iglesia resplandezca. La cuestión es tan sencilla como querer o no querer entender al otro, comprender a la otra mitad y respetarla. Nos cuesta encontrar el término medio: idolatramos o denostamos. Acabamos de comprobarlo a raíz de la publicación del último motu proprio de Francisco, un documento que no tuvo que ser fácil, sabiendo que también produciría dolor. Ejercer de Papa implica afrontar conflictos y plantarles cara. Le ocurrió a Pedro con Pablo: sus caminos se cruzaron, discutieron con fuerza, pero jamás se abrió una brecha en esa ligazón que provenía del Señor, que es quien nos une en las diferencias. Sabemos de sobra que los profetas no son bien recibidos en su tierra cuando rompen inercias, denuncian contradicciones y ponen freno a los desplantes de quienes aprovecharon los brazos abiertos de Benedicto XVI para quebrar la confianza y restar.

La unidad en la Iglesia continúa siendo una asignatura pendiente. Por eso reconforta la coreografía silenciosa, pero efectiva, de estas tres mujeres. Quizás cada una hubiera escogido un sistema distinto de limpieza, pero les une el deseo de proteger los mismos bancos donde tanto ellas como sus hijos y nietos hicieron la Primera Comunión. La unidad es como la simpatía. No se puede fingir. Si no sale de dentro, no funciona. Si no se vive con hechos, destruye lo que toca. No se necesita un manual de advertencias. Es como un resorte natural que surge ante la discordia. Si alguien apoya, impulsa o siembra dudas en nombre de Dios, puede que, sin saberlo, esté rezando a un Dios equivocado.

La Iglesia está por encima de quienes buscan etiquetarla entre buenos y malos o intentan hacerla a su medida. Lo que le hace grande es precisamente la posibilidad de que nos sentemos en el mismo banco personas de sensibilidades diversas. No caigamos en el error de reinterpretar a Pedro según sesgos ideológicos o posiciones prefijadas de antemano. Los cristianos no somos ni de Pedro ni de Pablo, somos del Señor, y en esa unidad que respeta las legítimas diferencias, encontraremos siempre el norte, la estrella polar de los Evangelios.

Puede que se nos escapen datos que desconocemos; puede que algunos, seguramente pocos, hayan convertido una práctica permitida en un arma arrojadiza para rechazar el Concilio Vaticano II y dañar por lo tanto a la Iglesia. No es tiempo para miradas cortas ni horizontes estrechos. A veces tratamos el magisterio de Francisco como si fueran puntos que votar en asambleas. La doctrina no se fija ni en las redes sociales ni en los blogs. El Papa ha insistido en varias ocasiones en que la unidad verdadera no es uniformidad, sino unidad en la diferencia. Pues eso, no olvidemos nunca que lo realmente importante es encontrarse siempre en el lado correcto, en el de Dios.