De nuevo vuelve el debate sobre la eutanasia y el suicidio asistido, con dinámicas mediáticas repetidas, esta vez renovado desde el ámbito político con la proposición de ley orgánica de regulación de la eutanasia. Si se me permite la comparación (exclusivamente pedagógica) con una partida de cartas, se reconocen en la proposición naipes buenos, como son la necesidad de legislar sobre los cuidados y las atenciones debidas a los enfermos al final de la vida, o proteger sus derechos como algo que supera el ámbito sanitario…
No obstante, en la baraja repartida faltan naipes que no se han puesto sobre la mesa:
- Las limitaciones de las estadísticas en situaciones con mucha carga emocional, cuestionando la validez racional y la identificación de las demandas solicitadas.
- La debilidad actual de los cuidados paliativos que en España no están al alcance de todos.
- Los estudios sobre la voluntad de los enfermos que piden morir y su evolución rápida tras haber conseguido controlar las causas de su sufrimiento.
- La distinción entre enfermedades físicas y dolencias psíquicas con muy diferente pronóstico y relación con la muerte.
- La separación entre eutanasia y suicidio asistido, naipe que afecta a los facultativos que tienen que aplicar las legislaciones.
- El uso de conceptos imprecisos que provocará ambigüedad, inseguridad y situaciones de injusticia.
- Pasar por alto la bioética económica. ¿Quién se va a beneficiar de la gestión de las situaciones eutanásicas?
Otras cartas tal vez estén trucadas: conviven estudios contradictorios señalando, unos, el escaso aumento de casos en los pocos países donde se ha aprobado; otros, un aumento brutal (hasta del 300 %).
Así las cosas, hay indicios de que, en la mesa del juego de la eutanasia, inexplicadamente se apuesta a perder:
- Perder la visión integral de la persona, en una discusión que supera ampliamente lo jurídico / legislativo cuando se amputa el turno de la filosofía, de la psicología y otras ciencias afines (incluyendo las teológicas) que ayudan a comprender el abismo profundo del frágil ser humano. Hace falta trazo fino para pensar el fin digno de la vida, más allá de tópicos inflexibles y excluyentes. No puede regularse asépticamente como se regula el sacrificio del toro en la arena.
- Perder la política, refugiada en la función legislativa ausente de otras responsabilidades. Apropiarse las decisiones de contextos eutanásicos por parte de partidos políticos –cuya capacidad dialogal sobre el bien común hoy en día parece más una estrategia calculada de trile electoralista que un auténtico debate democrático–, no es el mejor ni el único camino del discernimiento público. La ciudadanía no necesita solamente leyes. También razones para vivir, estímulos para participar en una sociedad en la que todos tengan su espacio y asuman su ejemplaridad desarrollando su autonomía incondicionada, a salvo de sus propios miedos. Exceptuando los partidos radicales, hay en el hemiciclo calidad política para hacerlo sin sustraer ese debate a la masa social.
- Perder el valor de la autonomía, herida para la toma de decisiones en circunstancias muy complejas. La sobreestimulación de la emancipación genera frustración al no poder aplicarla en contextos de excepcionalidad social. Su exceso la transforma en un argumento débil e insuficiente al restringir todas sus consecuencias.
- Perder la justicia, con el órdago de la inflación de la íntima voluntad absoluta para decidir. Justicia y autonomía se declinan al mismo tiempo para evitar falsas promesas abusadoras y manipuladoras del dolor y restringir la seguridad jurídica y las decisiones acertadas. Al privatizar la propiedad de la vida y de la muerte, se provoca la renuncia al camino de la vida apostando por el atajo de la muerte para resolver, no siempre conscientemente, escenarios de injusticia social.
- Perder la igualdad de trato hacia aquellos que tienen acceso a paliativos y los que no lo tienen; los que quitan la vida y los que la pierden. Ciudadanos de primera o de segunda.
- Perder la confianza en la clase médica, vía Código Penal. Aunque haya jurado defender la vida despenalizar la eutanasia resta credibilidad al médico. La OMC no es favorable.
Una autonomía precaria
El meollo de la cuestión (no precisamente banal) es que la persona doliente con final cercano, quien vaya perdiendo sus facultades o los deseos de existir tenga que seguir sobreviviendo sin voluntad de hacerlo. Máximo respeto y cuidado para ella, pero aprobar por consenso de mínimos soluciones radicales e irreversibles –con las dudas planteadas– convertirá la excepción en norma generando más situaciones de injusticia, que aquellas que resuelve. Esa posición sugiere una partida de perdedores, un achique, un fracaso ético por despojar de su dignidad uno de los momentos más densos de la biografía de la persona –morir– abandonándola al albur de su precaria autonomía. Si además faltan algunos naipes se alimenta la sospecha de la trampa, aunque en ello se juegue nuestra buena muerte.