Javier Gomá: «Si uno se escandaliza, el ideal está vigente» - Alfa y Omega

Javier Gomá: «Si uno se escandaliza, el ideal está vigente»

El autor de Ejemplaridad pública y dignidad desentraña las claves de estos tiempos revueltos y subraya que «la salvación no está en la política»

José María Ballester Esquivias
El escritor y filósofo Javier Gomá, en un momento de la entrevista en la sede de la Fundación Juan March, de la que es director. Foto: María Pazos Carretero

¿Ha mejorado la ejemplaridad pública en estos tiempos de pandemia? ¿O ha sacado nuestros peores comportamientos?
El concepto de ejemplaridad tal y como yo lo presento es un ideal. La característica general del ideal es que no existe, no pertenece al mundo del ser, sino del deber ser. Entonces, la historia del deber ser se cuenta por velocidad geológica, mientras que la actualidad política tiene más bien una velocidad supersónica.

¿Qué quiere decir?
Que muy pocas veces un ideal avanza en su recorrido a través de convulsiones circunstanciales del momento, por muy agresivas que estas sean. Es poco frecuente que durante un fin de semana, un año o dos años, un ideal –propuesta de perfección que pretende ser universal y abstracta– experimente transformaciones profundas por hechos que, aun siendo muy radicales, muy intensos y muy conmovedores en el día a día pertenecen a la estricta actualidad. Yo distingo entre actualidad y realidad.

«La actualidad es aquello que nos conmueve todos los días por lo que es noticia hoy; mientras que realidad es aquello que permanece siendo notable durante muchísimo tiempo»

¿De qué manera?
La actualidad es aquello que nos conmueve todos los días por lo que es noticia hoy; mientras que realidad es aquello que permanece siendo notable durante muchísimo tiempo. Lo que es titular el sábado puede que se haya olvidado el lunes. Pero hay temas relacionados con la condición invariable de lo humano que no caducan ni pasan de moda: todos morimos, sufrimos, buscamos un sentido, nos compadecemos, queremos la dignidad y la felicidad. Pueden ser noticia, pero durante mucho tiempo.

Habrá, pues, que esperar para ver si esta pandemia ha potenciado la ejemplaridad.
Se producen a veces intensificaciones. Por ejemplo, durante la crisis económica, a partir del 2009, y la crisis sanitaria, a partir del 2020, se invoca con muchísima frecuencia la ejemplaridad. Normalmente por vía de denuncia.

De escándalo.
Se dice que es un escándalo cómo se comportan los políticos, partidos o instituciones. Y con frecuencia me preguntan por el estado de la ejemplaridad en nuestro tiempo. Yo siempre digo: el escándalo es un homenaje a la ejemplaridad porque consiste en una comparación entre la realidad que observas y el ideal que uno tiene vivo en su mente. Lo que significa que si uno se escandaliza es porque el ideal está vigente en la mente.

¿Y si no lo estuviera?
Sería una sociedad aletargada y adormilada, que podría ser testigo de atropellos a la ejemplaridad y no sentir nada.

Prueba negativa.
Lo es. En consecuencia, la ejemplaridad ha sido un concepto que expresa un ideal muy vivo en la sociedad contemporánea. También durante la pandemia.

Habrá que ver, a largo plazo, por qué la crispación ha aumentado. Surgen dudas sobre si estos meses de confinamiento, desconfinamiento y nuevas restricciones han mejorado el comportamiento público de la ciudadanía.
Sobre la crispación actual se puede decir que la esencia de la política es la misma crispación. La política –y no tanto los ideales morales, que a veces ponemos una plantilla sobre la realidad política– y la realidad política misma, desde los tiempos de Pericles hasta, pongamos por caso, los de Obama es siempre la búsqueda y la obtención del poder por todos los medios. En época democrática se exige que esos procedimientos sean democráticos. Por tanto la crispación, la violencia verbal la aspereza son inherentes a la política. Quien lo ha probado, lo sabe: uno quiere el poder, y necesita por todos los medios deseablemente democráticos, desalojar a quien lo tiene. Una vez obtenido, la intención es mantenerse en él también por todos los medios y evitar que le saquen de él.

De ahí que…
…esa es la realidad de la política y no la república de ángeles que a menudo imaginamos. Si recuerda bien, el concepto de crispación se puso de moda a partir de 1993 con Felipe González. Con lo cual ahora estamos hablando de crispación como si fuera un fenómeno moderno, cuando esa realidad, por lo menos en España, ya lleva casi 20 años funcionando. El concepto ha hecho fortuna: podríamos haber utilizado, a modo de ejemplo, el de agresividad o el de violencia verbal.

Foto: María Pazos Carretero

¿Quiere insistir en que es inherente a la condición posmoderna?
Mantengo que lo es. Y también es inherente, hasta cierto punto, de la condición posmoderna, el aceptar el aburrimiento. Antes de que se consolidaran las democracias, todavía existía una pasión por las revoluciones y las transformaciones. Esa pasión podía encender el corazón.

Pasiones ardientes.
Así es. En los sistemas democráticos consolidados –Estados Unidos, Gran Bretaña– se caracterizan sobre todo por lo que se celebra en la jornada electoral. La llamada normalidad democrática es a veces muy difícil de soportar. Porque el ciudadano sigue buscando en las instituciones vértigo, intensidad, excitación, romanticismo. Algo que caldee su corazón. Cuando lo verdaderamente singular de la democracia es que es un sistema de verdades penúltimas. Las verdades últimas, las escatológicas, las que te sirven de salvación, hay que buscarlas en un lugar distinto de las instituciones democráticas. No puede esperar la salvación ni la redención en el poder público. Las fuentes de entusiasmo están fuera de la política. Las fuentes de entusiasmo están fuera de la política. Para mucha gente, la democracia contemporánea es aburrida Y soportar el aburrimiento es difícil. A eso hay que añadir que durante muchos años, después de la II Guerra Mundial, se crearon dos bloques. Y un bloque proyectaba su descontento hacia el otro bloque. En el sistema democrático se sentía que todo el malestar que uno podía sentir era por la amenaza del sistema comunista. ¿Qué ocurre cuando cae el sistema comunista en 1989 y ya solo queda un polo verdaderamente legitimado, que es el democrático? Ocurre que el descontento se interioriza: ya no se puede decir que la causa del descontento son los rusos, el comunismo o la conspiración marxista, sino que hay un sistema democrático, parlamentario, consolidado como única opción legítima; y sin, embargo, persiste el descontento. Ese descontento, que ya no puede ser reprochable hacia afuera, se interioriza en forma de resentimiento. Y ese resentimiento es utilizado por los populismos. Estos dicen: la sociedad está dividida ya no entre la democracia (buena) y el comunismo (malo), sino un sistema democrático que tiene unos pocos malos y un gran número de personas buenas que están oprimidas por los malos.

El concepto de pueblo puro.
Y de élites malditas.

«Hemos tenido que observar en un proceso de secularización, que lo veo también como una oportunidad para la creencia»

¿Cuál es entonces la esencia del populismo?
Crispar el malestar de una supuesta mayoría para tratar de derrocar el sistema establecido. De ahí que, para el populismo, la crispación es necesaria. Con lo cual, si tenemos por una parte que el sistema político es así –con su crispación inherente–, una democracia en la que se soporta con dificultad el aburrimiento y si se le añade el malestar por la caída de uno de los bloques, la conversión en resentimiento y la utilización del resentimiento por un cierto populismo y finalmente se le añade la crisis extrema que ha producido la pandemia, ese cóctel produce algo parecido al resultado que estamos contemplando.

Foto: María Pazos Carretero

Antes evocaba las verdades penúltimas y las verdades últimas, en su libro también recuerda las predicciones de Nietzsche acerca de un mundo sin Dios y sin referentes trascendentes. ¿Se ha cumplido la predicción? ¿Podemos ir a peor?
Se le atribuye a Nietzsche, pero en realidad es de Los hermanos Karamazov, aquello de «si Dios no existe, todo está permitido». Por eso me divirtió leer que había un grafiti en un lugar público cuyo mensaje era «Nietzsche ha muerto, firmado: Dios». En cambio, me parece que la afirmación de Dostoyevsky, que muchas veces se pone cerca de Nietzsche, tenía una dicotomía falsa, porque sugería que, sin un fundamento trascendente, la sociedad contemporánea era insostenible. Y sin embargo, hemos tenido que observar en un proceso de secularización –del que yo soy partidario y que he estudiado en mi libro Necesario pero imposible–, que lo veo también como una oportunidad para la creencia –ahí está la teología de la secularización– que, cuando las sociedades contemporáneas han prescindido de Dios como fundamento, también han prosperado. No hemos visto que la renuncia al fundamento trascendente haya producido un decaimiento de los sistemas políticos. En los siglos XIX y XX, las democracias han prescindido, a mi juicio acertadamente, del fundamento trascendente –la trascendencia no ha de estar en las instituciones políticas–; y sin embargo, las democracias han crecido no solamente en el sentido material, sino también en el sentido moral.

¿Qué ejemplos pone?
Han inventado las constituciones, los derechos humanos y, sobre todo, la protección al más débil. He definido en Dignidad que la cultura es el paso de la ley del más fuerte a la ley del más débil. Nunca hemos avanzado tanto en la ley del más débil como en los dos últimos siglos.

Volvamos a la dicotomía.
Esa frase generaba una dicotomía inexacta porque lo que venía a decir era «o volvemos al sistema teológico anterior, o caeremos en la anarquía y el caos». No ha sido cierto.

Tampoco es que se haya producido una mejora moral de la humanidad. Ni siquiera ha mejorado el debate público.
Yo creo que sí: se ha producido incuestionablemente.

«El mundo actual representa el mejor de los mundos existentes en la Historia universal»

¿De qué manera?
Yo suelo hacer la siguiente pregunta: ¿en qué otra época te gustaría vivir si fueras pobre, parado o enfermo?

Enfoque materialista.
Si uno fuera enfermo, no. ¿Y si fuera abuelo, mujer, disidente o preso? La respuesta es siempre: hoy, hoy. Hoy. Y estamos hablando de los sectores más débiles de la sociedad. El progreso material es indiscutible –hay más bienes, mayor esperanza de vida, prosperidad y riqueza–, pero lo más singular es que nuestra época es también la mejor en sentido moral, puesto que se ha otorgado un lugar central a sectores que normalmente, debido a la ley del más fuerte, habían sido postergadas.

¿Estamos, pues, ante el mejor de los mundos posibles?
No, pero el mundo actual representa el mejor de los mundos existentes en la Historia universal. Lo pienso firmemente.

Bien, pero abundan los pensadores alejados de la trascendencia que echan de menos cualquier referencia a lo sobrenatural, de modo especial en el Occidente secularizado. ¿No le incita a matizar algo su juicio?
Me leí hace un año El triunfo de la fe, de Rodney Stark, (de momento solo está disponible en inglés). Precisamente, corrige las tesis de Peter Berger y, sobre todo, de Charles Taylor que, en La edad secular sostenía como una verdad asumida que la imparable secularización inherente a la modernidad.

Pues bien…
Stark, junto con otros, mostraba con datos como, por el contrario, en los últimos 50 o 100 años había crecido el sentido de la fe en el mundo entero. No tanto en Occidente, pero en conjunto, la fe y la práctica religiosa se había consolidado en el mundo entero.

¿Qué ocurre entonces en Occidente?
Para el universitario europeo o estadounidense, brota la ilusión de una secularización consolidada en el mundo entero. Pero cuando se observan los datos de los grandes institutos de investigación –que analizan datos planetarios– así como las conclusiones de Stark, se corrobora, en contra de la intuición de la mayoría, incluidos Berger y Taylor –aunque al primero le dio tiempo a cambiar–, que la secularización ha sido un fenómeno occidental, pero no global.

Foto: María Pazos Carretero

¿Estas realidades permiten certificar la existencia de una crisis moral en Occidente?
No creo que sea moral.

¿De civilización?
Tampoco. Lo que ha ocurrido es que la visión trascendente del mundo ha estado asociada durante tanto tiempo a una visión reaccionaria.

¿Reaccionaria?
Digamos que, en ocasiones, el poder temporal se puso del lado equivocado de la Historia. Cuando progresó el otro lado, este se sintió obligado a prescindir de los dos grandes elementos del Antiguo Régimen: la nobleza y la Iglesia. Si tomamos el ejemplo de Estados Unidos, su gran singularidad es que, cuando hizo su revolución, no necesitó prescindir del Antiguo Régimen: en las 13 colonias no había ni nobleza ni Iglesia organizada. Y pudo hacer la revolución en nombre de Dios. No fue el caso de la Revolución francesa.

Se puede alegar, si bien con prudencia y las debidas precauciones, que Robespierre condenó el ateísmo y estableció el culto al Ser supremo.
Sí, pero en la versión europea de Occidente, se observó que tanto la nobleza como la Iglesia se habían puesto del lado de la reacción. Por tanto, la revolución suponía prescindir abruptamente tanto de la nobleza como de la Iglesia. Eso ha tenido como consecuencia –es algo meramente episódico– que la modernidad se ha presentado a menudo no solo como anticlerical, sino también como antiespiritual. Y ha llevado a todos los excesos que todos conocemos.

«La ciencia siempre representa un aumento de libertad y de poder. Pero quien estudia la libertad es la ética, no la ciencia»

Hablando de excesos, ¿no lleva emprendiendo desde hace dos siglos lo que usted llama «el otro lado», una huida hacia adelante que culmina, en la eutanasia o en las manipulaciones genéticas? No encajan mucho con el ideal de perfección por el que usted aboga.
Es un tema distinto. El problema es la tensión entre ética y tecnología. No olvidemos que en el siglo XVIII la Iglesia condenó las vacunas: las consideraba antinaturales. Siempre ha habido tensión entre el criterio científico y el ético-religioso. No es una polémica de hoy. Lo que ocurre en la actualidad es que el avance científico es de tales proporciones que, donde antes pensábamos que la humanidad poseía instrumentos para dominar la naturaleza, ahora se llena de pavor al ver que puede dominar su propia naturaleza, la humana. Antes podíamos dominar a los mamuts, corregir el curso de un río, transformar la naturaleza en electricidad e incluso crear una bomba atómica, pero no podíamos hacer una modificación genética.

Se vuelve a plantear, con otro enfoque, el debate inagotable sobre el papel de la ciencia.
La ciencia siempre representa un aumento de libertad y de poder. Pero quien estudia la libertad es la ética, no la ciencia.

¿Es éticamente deseable todo lo técnicamente posible?
No. Por eso creo que está dentro de la ciencia el proponer grandes avances y dotar a la humanidad de grandes poderes. Sin embargo, dentro de un uso razonable y racional de la libertad, corresponde a la ética señalar qué de aquello que la técnica nos permite es conforme o no a la dignidad de lo humano.

¿Tiene algún ejemplo?
Uno de los primeros instrumentos de la humanidad, casi más allá de la Edad de Hierro, es el cuchillo. Se pude usar el cuchillo para cortar el pan y compartirlo con el pobre o para clavarlo en la espalda el del prójimo y llevarse su pan.

Es decir…
… que el cuchillo permite, en clave tecnológica, hacer muchas cosas –se es más libre si tiene el cuchillo–; luego viene la reflexión ética, que llena de contenido esa libertad ampliada y dice si es conforme a la dignidad humana o no.

Con todo, ¿no resulta conveniente rectificar la tendencia contemporánea con elementos del pasado, sin por ello pasar por un reaccionario? ¿Sirven los antecedentes ético-morales?
Bien, la ciencia nos hace progresar. Pero hay un inconveniente: si la ciencia da un paso, convierte todo lo anterior en anticuado. ¿A quién importa cómo estaba la biología molecular de los años 60? A nadie. Lo que se quiere saber en cómo va a ahora. Al progresar, la ciencia añade y, en parte, convierte en antiguo todo lo anterior. En cambio, en el ámbito de lo humano, la categoría de progreso no funciona como en la tecnología y en la ciencia. Tolstoi no deroga a Dante, Dante no deroga a Virgilio, que a su vez no deroga a Homero, sino que todos ellos son nuestros contemporáneos. Y lo verdaderamente propio del ámbito de lo humano –por eso se habla de Humanidades– es que los verdaderos clásicos gozan de una permanencia inextinguible. Su obra nos sigue iluminando y mejorando.

Foto: María Pazos Carretero

¿Cuáles serían las otras ventajas de lo invariable?
Podemos conversar con los ingenios más poderosos del mundo en el mejor momento de sus vidas –puede ser sus libros– a través de la lectura y la reflexión. Sería demasiado estúpido que tuviéramos todas las mañanas que reinventar el mundo, como si fuéramos Adán en el Paraíso, cuando disponemos de una tradición de personas que ya han pensado algunos de los problemas que pertenecen a la condición humana o a la convivencia. Y además algunas de sus soluciones ya están verificadas o testadas en 2.000 o 3.000 años de existencia de lo humano.

¿Cómo encaja lo anteriormente dicho con sus reticencias acerca del concepto universal infinito?
Lo que digo es que las costumbres son el remedio que los hombres hemos inventado para solucionar la finitud de la vida. Nos levantamos por la mañana y confiamos en las costumbres: ¿a qué hora te levantas?, ¿cómo te vistes?, ¿qué se espera de ti?, ¿cuáles son los rituales?, ¿y los procedimientos?

¿Por qué?
Porque hemos visto que la humanidad ha solucionado de manera colectiva y constante esos problemas de una manera. Así no es necesario levantarse por la mañana y pensar cómo hay que vestirse o cómo hay que saludar o hablar, pues el lenguaje es una forma de costumbre con gran sabiduría acumulada. Cuando confiamos en las costumbres, la inmensa mayoría de los problemas prácticos que supone el vivir, podemos concentrar nuestra actividad en lo que realmente importa.

¿Y si la costumbre está desprovista de virtud? La virtud es un concepto recurrente en su libro.
Hablo de las buenas costumbres.

Las que están dotas de virtud.
Las que permiten una socialización colectiva, suave, gratuita…

Siga.
Es decir, yo me comporto a menudo de una forma que podríamos llamar virtuosa, no porque sea una decisión mía, sino porque respondo a la expectativa colectiva: voy a una tienda y, aunque nadie me vea, no robo el producto, sino que lo llevo al mostrador para pagarlo. Se espera de mí. Yo lo tengo interiorizado.

Una costumbre general.
Todos los días se producen millones de transacciones. Estoy poniendo un ejemplo: en una ciudad, o en un país, hay transacciones basadas en la lealtad, en la reciprocidad, en el justo precio y tantas cosas más. Eso tiene que ver con las buenas costumbres.

¿Cómo las define?
Aquellas que permiten una movilización masiva en la línea de la virtud.

Proyecta optimismo y no hace suyo el concepto de decadencia del que tanto se habla.
He estudiado mucho el fenómeno según el cual si vivimos en el mejor momento de la Historia, ¿por qué la gente, cuando no puede menos que aceptarlo, se resiste al fenómeno. Escribí un artículo en el que me pregunto por las razones del descontento si estamos en el mejor momento.

¿Qué concluye?
A ver, usted me califica de optimista, pero yo no me califico de optimista. Optimista es alguien que proyecta hacia el futuro sus buenos deseos o que acepta una ley del crecimiento necesario. Yo digo que toda conquista de la civilización se edifica sobre arenas movedizas y que no hay progreso que no pueda deshacerse o perderse. Podemos pasar del Imperio romano a la decadencia de Occidente en cuatro semanas. Además, el avance –prefiero esta palabra a la de progreso– ha sido con muchísimo dolor, con muchas reacciones y caídas en el abismo, como las dos guerras mundiales y con víctimas en las cunetas. En consecuencia, no tengo ni idea si en el futuro nos espera más progreso o, si por el contrario, se debilitarán las arenas movedizas y todo el edificio se caerá como un castillo de naipes.