Humildad es andar en verdad
XXV domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 9, 30-37
El contraste entre el celo de Jesús por llevar a cabo la obra de la salvación y las ambiciones personales que preocupan a los apóstoles, resulta estremecedor. Él les anuncia por segunda vez su Pasión, muerte y resurrección. Ellos no acaban de entender las palabras del Maestro, pero les da miedo pedir más explicaciones. Su interés parece concentrarse en clarificar quién de ellos era el más importante, y de ello van discutiendo por el camino. Una vez llegan a casa, cuando el Señor les pregunta por el tema de su conversación, ellos callan, un tanto avergonzados.
También es de admirar la paciencia inagotable del Maestro, la pedagogía con que va modelando en ellos un nuevo corazón para que lleguen a entender que «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Actitud de servicio y humildad, hasta el punto de buscar el último lugar; lo contrario a la soberbia y a la ambición tan humanas, tan nuestras. El humilde reconoce que no es nada por sí mismo, que todo lo ha recibido de Dios, y de esta forma vive con paz y serenidad, feliz y confiado, como un niño en brazos de su madre.
Para aprender la humildad hay que hacer experiencia de la omnipotencia de Dios Salvador, de que todo es don suyo. En su presencia, en la verdad de su luz, el ser humano se siente pecador y, a la vez, experimenta la confianza plena en su amor, en su gracia. La humildad se aprende también de la contemplación de Cristo y de su camino de humillación hasta la muerte en cruz. Él nos enseña que la humillación es el camino que utiliza en su obra redentora.
La humildad no solamente es una virtud importante, sino que es el fundamento de todas las virtudes. Todo progreso espiritual es gracia de Dios, que resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Santo Tomás de Aquino enseña que la humildad, en cuanto quita los obstáculos para la virtud, ocupa el primer puesto porque expulsa la soberbia, a la que Dios resiste, y hace al hombre someterse al influjo de la gracia divina. Y desde este punto de vista, la humildad tiene razón de fundamento del edificio espiritual (véase Suma Teológica II-II, 161, 6).
Por otra parte, Dios siempre santifica en la verdad, y, donde no hay humildad, no hay tampoco verdad y no hay santificación. La enseñanza de santa Teresa de Jesús es clara al respecto: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y me puso delante esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (Moradas, 10, 8).
En aquel tiempo, instruía Jesús a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará».
Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó:
«¿De qué discutíais por el camino?».
Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
«El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».