Tras ser maltratado con especial crueldad por sus carceleros, durante una cautividad en la que incluso estuvo dos años enteros en completo aislamiento, el cardenal Wyszynski, arzobispo de Varsovia, escribía esto en su diario: «Hoy he comprendido bien que los hombres se dividen en dos: los que son mis hermanos, y los que todavía no saben que lo son». Tal confesión sólo es posible en quien tiene el corazón y la mente limpios, en definitiva en quien ha sido rescatado por el Hijo de Dios que se ha hecho hombre para hacernos a los hombres, con Él, hijos del mismo Padre, y por lo tanto hermanos.
El Papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium, nos lo ha dicho de un modo clarísimo, conciso y contundente: «La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos». Sin duda son muchos los que suscriben esta afirmación del Papa. Es una verdad elemental, y sólo pueden negarla los que hacen oídos sordos a lo más auténtico de su propio corazón, y mientras no sea rescatado estarán ciegos para ver hermanos, y seguirán sin saber que lo son. Sólo Cristo puede rescatarlo, y así ha formado a su Iglesia, que es -en expresión del Concilio Vaticano II, al comienzo mismo de su primera Constitución, Lumen gentium– «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». Por eso el Papa, a su proclamación de la fraternidad universal, con palabras de su predecesor en su primera encíclica Deus caritas est, añade: «Si bien el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, la Iglesia no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia». Más aún, es el factor decisivo de toda verdadera justicia y de la auténtica paz en el mundo.
En su primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que ofrecemos íntegro en estas mismas páginas, el Papa Francisco vuelve a poner en el centro de atención la fraternidad, como fundamento y camino para la paz, y lo hace, sencillamente, porque es el fundamento y el camino de la vida. Pero no hay fraternidad si falta el Padre. Cristo nos lo ha manifestado: un Padre que nos ama de tal modo que nos ha enviado a su Hijo para hacernos, en Él, verdaderos hijos y, por tanto, hermanos unos de otros, y nada menos que al precio de su sangre. Así lo dice el Papa: «Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre», y teniendo presentes los conflictos, guerras y descartes de todo tipo que asolan nuestro mundo, añade: «En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre pueblos».
El Evangelio no es un añadido espiritual a la vida, ¡es el corazón de la vida! Sin Dios Padre, que nos ha enviado a su Hijo, ni hay fraternidad, ni hay política ni economía dignas del hombre. Así lo dice el Vicario de Cristo: «El necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación». Y todo eso empieza cuando la familia está desaparecida.
La Fiesta de la Familia del próximo domingo se muestra así de un valor extraordinario, y su propuesta de vida cristiana de una necesidad imperiosa, porque, como el Papa nos recuerda ya en el comienzo de su Mensaje, «la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia», porque «la familia es la fuente de toda fraternidad», y, de este modo, de una vida auténticamente humana. Es bueno recordar lo que nos dijo, en la madrileña Plaza de Lima, en su primer viaje a España, en 1982, el Papa Juan Pablo II: «La familia es la única comunidad en la que todo hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene». ¿Y que somos sino hijos y hermanos, ¡familia!?
Nos lo ha mostrado Jesús, el Hijo de Dios hecho carne en las entrañas de María, cuya Natividad estamos celebrando estos días. Nos ha mostrado, haciéndose Él mismo hijo y hermano, haciéndose familia, justamente lo que somos. Si dejamos de serlo, no es que desaparezca la familia, ¡es que desaparece el hombre!
No es un consejo piadoso lo que nos da el Papa Francisco, al igual que sus predecesores. Lo que nos da es la misma fuerza vital que le hizo al cardenal Wyszynski, como Jesús en la Cruz, ser lo que es: hijo y hermano, ¡familia!