Hijos para el cielo - Alfa y Omega

Hijos para el cielo

Alfa y Omega

«Hay cristianos de salón, educados, buenos…, pero que no saben engendrar hijos a la Iglesia con el anuncio y el fervor apostólico»: lo decía el Papa Francisco en la Misa diaria de la residencia de Santa Marta, en el Vaticano, el pasado 16 de mayo, a propósito del coraje apostólico de san Pablo, que a veces resultaba molesto a los que le escuchaban. Precisamente ese día, la lectura litúrgica de los Hechos de los Apóstoles mostraba al Apóstol anunciando la resurrección de Cristo, ¡la primicia de la resurrección y la vida eterna a la que todo ser humano, no en vano creado a imagen y semejanza de Dios, es llamado desde el mismo instante de la concepción!

A veces se oye decir que no hace falta la fe cristiana para defender toda vida humana desde su concepción. Y es verdad que, entre los que defienden la vida del concebido y no nacido, hay no pocos que se dicen no cristianos, pero si así lo hacen, con el mismo coraje de san Pablo, en realidad están siendo más cristianos de lo que piensan, no desde luego cristianos de salón. Si el valor de algo lo determina su destino, ¿cómo va a defenderse con este coraje la vida humana si su destino último fuera la muerte y no la vida gozosa sin fin que anhela todo corazón humano? La fe cristiana, que tiene su centro neurálgico en la resurrección de Cristo –«¡Si Cristo no resucitó –les dice san Pablo a los corintios–, vuestra fe es vana! ¡Estáis todavía en vuestros pecados!»–, y la defensa de toda vida humana desde la concepción son, ciertamente, inseparables.

No fue un simple acto de solidaridad, el domingo anterior a la citada Misa en Santa Marta, el 12 de mayo, lo que llevó al Papa a unirse a la Marcha por la vida que tuvo lugar en Roma: fue en definitiva una profesión de fe. En el rezo, a continuación, del Regina Coeli, así se explicaba el Papa: «Saludo a los participantes en la Marcha por la vida que tuvo lugar esta mañana en Roma, e invito a mantener viva la atención de todos sobre el tema, tan importante, del respeto por la vida humana, desde el momento de su concepción»; después, apoyó la «recogida de firmas» para «la iniciativa europea One of us, para garantizar protección jurídica al embrión, tutelando a todo ser humano desde el primer instante de su existencia», y anunció la Jornada Evangelium vitae, de este fin de semana en el Vaticano, calificándola de «momento especial para quienes prestan especial atención a la defensa de la sacralidad de la vida humana». No era solidaridad, sin más; era profesión de fe, como el mismo Santo Padre lo hacía ver recordando que la Jornada se celebra, precisamente, «en el contexto del Año de la fe». Y es que, sin la fe cristiana, ¿podría haber coraje suficiente como para afirmar, hasta sus últimas consecuencias, la sacralidad de la vida humana?

Vale la pena acudir a la encíclica Evangelium vitae, de 1995, donde Juan Pablo II lo expresa con bellísima claridad: «La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento». ¿Y por qué es así? «El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en el libro de la vida». En un párrafo anterior, ya había dejado claro cómo es la luz de Cristo, que no tiene ocaso, la que proporciona ese coraje ilimitado que tenía san Pablo, no los cristianos de salón, que no saben engendrar hijos a la Iglesia, ¡hijos para el cielo! «¡Qué grande es –decía el Papa– el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la Humanidad! (…) La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura… Es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los mismos límites del tiempo».

La fe cristiana verdadera –no la de salón– y la defensa de toda vida humana desde la concepción no pueden estar más indisolublemente unidas. «La revelación de Dios en Jesucristo –decían los obispos españoles, en el documento La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad, de 2001– nos desvela la última razón de ser de la sublime dignidad que posee cada ser humano, pues nos manifiesta que el origen y el destino de cada hombre está en el Amor que Dios mismo es. Al tiempo que viene a la existencia, cada ser humano es objeto de una elección particular del Creador que le otorga la capacidad de escuchar la llamada divina y de responder con amor al Amor originario… Los seres humanos no somos Dios, no somos dioses, somos criaturas finitas. Pero Dios nos quiere con Él. Por eso nos crea: sin motivo alguno de mera razón, sino por pura generosidad y gratuidad desea hacernos partícipes libres de su vida divina, es decir, de un Amor eterno. La vida humana es, por eso, sagrada».

Por eso, no podemos ser cristianos de salón.

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