Escribí estas líneas cuando, según las previsiones humanas, el cardenal Jaime Ortega se preparaba para el encuentro definitivo con el Señor hacia donde ya ha partido. En esas últimas semanas, mientras toda la Iglesia católica en Cuba y también cristianos de otras denominaciones, y pueblo sencillo y creyente en general, nos habían escrito, llamado y preguntado con afecto profundo por la salud del cardenal, y habían manifestado que oraban por él, pude repensar y agradecer tantas cosas buenas y bellas que percibí en aquel que fue, por casi treinta y cuatro años, nuestro arzobispo habanero.
La primera vez que vi a monseñor Jaime fue el 27 de diciembre de 1981, cuando tomó posesión de la mitra habanera. Yo tendría ocho años y estaba en el atrio de la Catedral sobre los hombros de mi padre, para ver pasar, en medio de la multitud, la procesión de entrada de la misa donde los habaneros íbamos a acoger y conocer al nuevo arzobispo. Recuerdo la frase de la gente que se nos agolpaba en torno: «¡Aquel que está sonriendo y bendiciendo, ese es!». Nadie podría imaginar que, aquella expresión dicha al inicio de un camino de servicio, bien podría convertirse en la síntesis de toda una vida. El cardenal pasó entre nosotros bendiciendo. Él optó por Cuba, para acompañar y bendecir a este pueblo y a esta Iglesia, y lo hizo siempre con una sonrisa. Quizá esa sonrisa serena era de sus características más peculiares y cautivantes. Me pregunté tantas veces en la medida en que iba creciendo y me iba haciendo consciente de las dificultades y cruces de un obispo: ¿cómo hace este hombre para sonreír siempre?, ¿dónde está la fuente de donde brota esta apacible, discreta y al mismo tiempo, notoria y desafiante alegría? Comprendí luego que radicaba en las horas de Sagrario, en la Misa diariamente celebrada, en la Liturgia de las horas rezadas con reposo, en el rosario cotidiano; en una palabra, en una vida de intimidad con el Señor, que le imprimió a su ser y obrar, el tono gozoso y esperanzador que tuvo siempre su episcopado.
En mi etapa de adolescente y joven cristiano, la presencia de monseñor Jaime se hizo habitual entre nosotros, en nuestros grupos de la comunidad y de la Vicaría. A tantos de los de mi generación nos confirmó, asistió a su matrimonio o bautizó a sus hijos. Monseñor Jaime iba siempre a celebrarnos la misa de clausura de todas las convivencias de adolescentes y jóvenes. Y se quedaba a saludar, a conversar con nosotros. Se aprendía nuestros nombres y sabía de qué comunidad o parroquia éramos. Nos lo hacía saber cuando lo encontrábamos en la Pascua Juvenil diocesana o en las Misas más importantes en la Catedral. Nos sabíamos apoyados por él cuando en la pequeña hojita Aquí la Iglesia, defendía nuestros derechos a profesar la fe y vivirla libremente, o nos invitaba a la virtud, a la santidad, o se acordaba de aquellos de quienes nadie se acordaba, o decía lo que todo el mundo quería decir y pocos se atrevían. Y lo sabía decir, porque lo decía siempre con amor, tendiendo puentes y abriendo, en aquellos tiempos, solo trillos, para la Iglesia en la sociedad cubana de entonces. Decir caminos era demasiado para aquellos años ochenta. Quizá un primer atisbo de trillo convertido en camino fue el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC).
Monseñor Jaime fue, estoy seguro, de los que más se implicó en el ENEC, en su preparación, en su ejecución y en su puesta en práctica. Entusiasta del estilo misionero del Papa san Juan Pablo II, nos confesó varias veces a grupos de sacerdotes, que aquella impronta del Papa polaco para la evangelización y el diálogo con todos los hombres, lo habían marcado profundamente en la manera en que él concebía el episcopado, también en la Cuba compleja y difícil en la que vivió. Incluso llegó a confesarnos que, en su primer encuentro con el Pontífice eslavo, este le dijo con fuerza, apoyando duro la mano sobre el escritorio: «¡La Iglesia es misionera, o morirá!». Solo desde esta perspectiva se comprende el interés de monseñor Jaime porque la Iglesia en Cuba tuviera sus revistas y publicaciones diocesanas, porque pudiera expresar públicamente su fe a través de las procesiones y celebraciones en la calle, porque con el accionar y la espiritualidad de Cáritas pudiera llegar a los menos favorecidos de la sociedad con la mano fraterna del amor cristiano, porque con los centros de formación teológica y humanista pudiera compartir, humilde, a los jóvenes y a toda la nación cubana, esa sabiduría bimilenaria de los mejores seguidores de Cristo, porque la catequesis estuviera viva en cada parroquia o comunidad, por pequeñita que fuera, porque se abriera un catecumenado para los adultos que retornaban a la fe, porque se pudieran entregar Biblias, Evangelios, libros de oraciones, o una pequeña cruz de madera, o una estampa de la Virgen de la Caridad, porque por medio de la Televisión nacional, la Iglesia pudiera llegar a todos los hogares con un mensaje de Paz, de Amor y de Esperanza.
Monseñor Jaime se preocupó con delicadeza y respeto de los sacerdotes actuales y futuros. A los seminaristas y a sus presbíteros nos quiso y nos defendió siempre, sin paternalismos condescendientes ni rigorismos farisaicos. Supo cuidar especialmente a los sacerdotes enfermos, a los jubilados. Para ellos dejó la residencia San José. Y para todos, para que se cultivara un espacio de fraternidad sacerdotal y de descanso, la Casa Sacerdotal San Juan Ma. Vianney, de la cual se ha beneficiado desde entonces, toda la Iglesia de este país. Quiso que sus seminaristas y jóvenes sacerdotes tuvieran una mente bien amueblada, a tono con los tiempos actuales, que fuéramos muy fieles a las verdades de siempre, pero con apertura de espíritu, con capacidad de ver y valorar lo bueno de cada cosa, de cada persona, de cada momento histórico. Hizo que todo el que podía, fuera a hacer estudios superiores a otros lugares, a Roma o a España, fundamentalmente. Y también, para aquellos que no tuvieron esa posibilidad, les ofreció cursos de formación permanente, retiros o experiencias internacionales. No nos quería islas en la mentalidad. Nos soñaba mirando el mundo grande, la catolicidad de la Iglesia, para poder amar mejor a Cuba, sin chovinismos ni provincialismos que empequeñecen y lastran. Soñó, sudó y sangró una nueva sede para el Seminario San Carlos y San Ambrosio, con áreas deportivas, con habitaciones individuales que favorecieran el estudio y la meditación, con espacios verdes para serenar el alma y profundizar en el camino del seguimiento de Jesús.
A los laicos les confió tantas cosas, porque los quería mucho: la Casa Laical, el Centro de Bioética San Juan Pablo II, el Centro Cultural Padre Félix Varela, las revistas y publicaciones diocesanas, Cáritas, la economía de tantas iglesias, los proyectos constructivos o de restauración, el diálogo con el mundo de la intelectualidad y la cultura cubanas, y algunas otras sumamente grandes como la eucaristía para que la llevasen a los enfermos, la Palabra de Dios para que se anunciase en las Casas de Misión y en las zonas rurales, la coordinación de la catequesis en casi todas las parroquias. Abrió las puertas de la diócesis a aquellos movimientos que él veía podían ayudar a la fe de nuestro pueblo e insertarse armónicamente en la vida de la Iglesia local.
Gracias al cardenal hay diaconado permanente en La Habana. Me consta que los valoraba, los estimaba, comprendía la complejidad de su doble vocación al servicio y al matrimonio. Se gozaba de todo el bien que hacen los diáconos permanentes en la diócesis.
Las religiosas tuvieron para él un lugar especial, sobre todo, aquellas con las que trabajó y convivió más cerca. Sabía que llegaban a donde, tantas veces, los curas no llegamos. Su intuición femenina, su ternura con los pobres, su saber estar cuando hay que estar, su maternidad con tanta gente que necesita una madre… de todo eso hablamos tantas veces, porque él sabía que yo quiero mucho a las monjas. Y hasta me bromeaba con eso.
Entre sus grandes alegrías estuvieron la visita de los últimos tres Papas a Cuba, las peregrinaciones con la Cruz del V Centenario de la Evangelización de América y, sobre todo, la última con la imagen de la Virgen Mambisa de la Caridad del Cobre en el año 2011 por cada rincón de nuestro país. Le alegraba comprobar que la fe produce alegría en el corazón de los humildes, de los sencillos, cuando se descubren amados por Dios. Le alegraba saber que nuestro pueblo había conservado la fe, en medio de tantas dificultades, y que la Virgen de la Caridad tenía que ver mucho en eso. Su última misa pública, el pasado 28 de abril, fue en el Santuario Diocesano y Basílica menor de la Virgen de la Caridad en Centro Habana, donde actualmente soy párroco. Llegó más de media hora antes de la misa y pidió una silla para rezar el rosario delante de la imagen de la Virgen que tenemos en la entrada del templo. Al despedirse aquella mañana de mí, con los ojos bañados en lágrimas, me dio las gracias porque y cito: «Me has permitido comprobar, una vez más, lo que quiere este pueblo a la Virgen de la Caridad». Y yo añadí: «y lo que lo quieren a Ud.». Porque las personas de la comunidad me contaron que la gente del pueblo, esos que uno sabe no frecuentan la Iglesia, pero vienen a pedir o dar gracias a la Virgen, cuando llegaban ese domingo y lo veían orando allí, le ponían el brazo en el hombro, le daban palmaditas en la espalda o le besaban la mano y le decían frases como esta: «Gracias, cardenal, por todo lo que ha hecho por este país»; «Cardenal, lo queremos mucho»; «Cuídese, cardenal, Dios le dé salud». Y otras tantas por el estilo. Lo mismo se repitió, cuando finalizada la misa, me pidió le colocara una silla delante del presbiterio para saludar a todas las personas presentes, unas seiscientas según los cálculos más prudentes.
Le alegró haber contribuido a crear un clima social mejor para tantas familias, sobre todo, esposas y madres, que vieron liberados a sus esposos e hijos, gracias a sus gestiones. Le alegró también haber servido a Cuba y a la Iglesia, cuando el Papa Francisco le pidió fuera su representante ante los jefes de Estado de Cuba y Estados Unidos para que se estableciera un diálogo que mejorara las relaciones entre ambas naciones y pueblos.
Tuvo también sus tristezas, y profundas. Sé que sufría hasta los tuétanos cuando algún sacerdote, sobre todo, si él mismo lo había ordenado, dejaba el ministerio sacerdotal o dejaba las ovejas de su rebaño en Cuba. Sufría los retrocesos, los vaivenes, los intentos de volver a épocas de hostilidad, de conflictos insanos entre la Iglesia y el Estado en Cuba; y lo mismo cuando en las relaciones de Cuba con otras naciones primaba la confrontación y no el diálogo y la cooperación. Sufría cuando no se comprendía el papel y la naturaleza de la Iglesia en la sociedad, que no es de orden político pero que obviamente tiene sus implicaciones en la política, en el sentido original y etimológico del término. Sufrió en silencio las calumnias, las difamaciones, las estrecheces de miras de dentro y de fuera de la Iglesia. Sufrió la soledad de quien mira a veces más alto y más lejos, de quien otea el horizonte y no es acompañado por los que no alcanzamos a mirar tan amplio.
Tuvo ciertamente sus defectos, sus límites, sus equivocaciones. Todos los tenemos. Y al mismo tiempo, fue muy misericordioso con los límites y los pecados de los demás. No rumió heridas, no vivió en el pasado, no conoció la venganza ni el resentimiento. Morirá soñando, proyectando, guapeando por una Cuba mejor, por una Iglesia cubana más misionera y santa. La actual embajadora de Bélgica en Cuba, que lo conoció recientemente, me dijo hace unos días: «Tuve un encuentro de lujo con el cardenal. ¡Qué mente tan fresca! ¡Qué juvenil en su manera de ver el mundo! ¡Qué paz tan grande me dio! Me he sentido francamente muy bien esas horas con él». Y esa era nuestra experiencia: el cardenal ha sido un gran conversador, entre anécdotas, historias y vivencias, se te podían ir las horas con él. Horas de disfrute, de aprendizaje, de humanidad.
Lo acompañé tantas veces en Roma a comprar medicinas para gente de las parroquias que le pedían. Supe luego que a alguno le estuvo trayendo los medicamentos durante tratamientos que duraron años. Lo acompañé a comprar las figuritas del Nacimiento que se mueven en el atrio del Arzobispado, porque en su afán misionero, quería que los niños de la Habana, tuvieran la posibilidad de ver un Nacimiento lindo y se enteraran así qué era la Navidad. Lo vi comprar siempre un detalle para los empleados de su casa en el Arzobispado, y la caja de chocolates para las monjas. Lo vi disfrutar de Varadero, como buen matancero que era, diciéndonos que era «la mejor playa del mundo». En su corazón estuvo siempre Jagüey, Cárdenas, otros pueblos de Matanzas y su querida Catedral matancera donde lo ordenaron sacerdote y obispo; y donde fue párroco. Quiso mucho a Pinar del Río y decía que allí hay una reserva moral que no hay en otras partes de Cuba. Y se hizo habanero con los habaneros. Y entre lágrimas, ya retirado, me dijo: «Hay que amar a La Habana, aunque se sufra por ella».
Si sigo escudriñando la memoria, creo que no terminaría. Hay tantas vivencias… Quiero terminar con algo que quizá, también puedan afirmar mis hermanos sacerdotes, sobre todo aquellos que él ordenó. Para los que no saben, unos seis meses o un año antes de que el obispo nos ordene sacerdotes o presbíteros, tenemos que ser ordenados diáconos. En el rito de las ordenaciones, hay un momento en el que, puestos de pie, el obispo y el nuevo ministro se funden en un abrazo. El cardenal Jaime, en la ordenación diaconal, tenía la costumbre de decirnos: «¡Hasta el sacerdocio!». Y cuando llegaba la ordenación sacerdotal, al abrazarnos nos decía: «¡Hasta siempre!»; que fuéramos sacerdotes siempre, hasta la eternidad. Así quiero despedirme hoy de ti, padre y pastor: ¡Hasta siempre! ¡Gracias por todo! ¡Hasta la eternidad, cardenal Jaime Ortega!
Padre Ariel Suárez Jáuregui
Sacerdote de la diócesis de La Habana