Halloween e individualismo - Alfa y Omega

A nadie se le oculta que el individualismo ha avanzado entre nosotros a pasos agigantados: cada vez estamos más aislados, tenemos menos en común, la población se tiende a concentrar en grandes ciudades, donde vivimos hacinados en monótonos bloques en los que ya ni siquiera conocemos los nombres de nuestros vecinos. El trabajador por cuenta propia, acosado por todas partes, está en vías de extinción. Desposeídos de la tierra y de las empresas en que estamos empleados como meros asalariados, no se nos invita a ser corresponsables; a lo más, se nos empuja a competir para destacar más que otros. Y tampoco el mañana se avizora demasiado alentador.

Puesto que cada forma de vida tiene su expresión propia, Halloween pertenece al número de las manifestaciones culturales bienvenidas en semejante panorama. Entronca bien con la dinámica frívola y retozona de nuestra época. Quien no tiene nada que celebrar, acoge bien cualquier disipación. Es un pretexto más para organizar juergas y obtener alguna satisfacción, con tal de quemar un poco de incienso en el altar del consumismo. Es una nueva coyuntura para perseguir nuestro gusto y así afianzar el encerramiento dentro de nosotros mismos. Si lo que se persigue en una fiesta es tan solo distraerse, ahuyentar el tedio cotidiano, suministrando nuevas emociones, entonces esa fiesta solamente contribuye a consolidar la soledad del individuo. Todo gira en torno a la propia necesidad de relajarse y aliviar el estrés. Quizá compartamos la celebración con otros, pero incluso entonces nos hemos de preguntar si estamos corriendo al encuentro de los demás o tan solo escapando del fastidio.

Cementerio del día de los Santos
«Visitar cementerios no nos distrae, nos centra». Foto: ABC.

En cualquier caso, resulta trágico que una celebración tan incómoda como la fiesta de Todos los Santos y de los Difuntos se resuelva en un despliegue carnavalesco. En el momento de hacer memoria de la muerte organizamos, en cambio, un baile de disfraces. Nos engañamos creyendo que cabe reírse de la muerte sin que la vida quede malparada. Mientras tanto, nuestro fin se acerca queda e inexorablemente, por muy distraídos que andemos en disfrazarnos de fantoches y descorchar botellas. Lástima de ocasión desaprovechada.

En cambio, nuestra manera tradicional de celebrar el comienzo de noviembre nos encamina hasta la tierra donde descansan nuestros antepasados. Es una expresión de arraigo, de lazos de dependencia. Nos obliga a reconocernos parte de una comunidad, no individuos aislados. El universo no ha comenzado con nosotros, sino que procedemos de una familia, de un pueblo. Llegamos a este mundo en deuda con nuestros antecesores. Han sido personas que, en lugar de pensar exclusivamente en ellas mismas, se han desgastado para que estemos donde nos encontramos. No hemos empezado una historia de cero, nos encontramos en medio del desarrollo de un drama comenzado sin nosotros. En ese relato también ha habido episodios oscuros o vergonzantes. A pesar de ello, sin esas personas nosotros no estaríamos aquí. Eso nos recuerda que también nosotros hemos de aportar algo a esa historia.

Lejos de todo frenético jolgorio, visitar tumbas y celebrar funerales es una actividad grave y nada lúdica. No nos dirigimos al cementerio en busca de entretenimiento. No vamos a satisfacer nuestras ansias de esparcimiento, ni a sentirnos bien. Vamos a saborear el disgusto de la inevitable separación de nuestros seres queridos. Y, de paso, a contemplar la tierra en la que un día descansaremos, más pronto de lo que nos gustaría pensar. He aquí un buen aldabonazo para la era de la desconcentración. Visitar cementerios no nos distrae, nos centra. Nos pone frente a nuestra responsabilidad ante el pasado y ante el futuro. Un pasado que no forjamos y un futuro que no veremos y, sin embargo, nos pertenecen. Ello es lo propio de quien forma parte de algo y no está solo. Por eso acudimos en familia al cementerio, pues ella es la presencia viviente del legado de los ausentes.

Velas encendidas
Foto: Freepik.

En nuestra mano está elegir convertir esta fiesta en otro momento más de narcosis y de olvido de nosotros mismos (y de los demás), o bien ver en ella una oportunidad para rememorar a nuestros antepasados y recordarnos a nosotros mismos que solo nos ha tocado en suerte un puñado de años para dejar algo hecho para el porvenir.

Ahora bien, en esta fiesta los católicos vemos mucho más que un recuerdo del pasado y una consideración de nuestro cada vez más escaso futuro. En realidad, la mirada a la muerte del cristiano es todo lo contrario de la resignación. Es comprensible que busque distraerse quien no conoce la esperanza, para no penar por la nostalgia del pasado ni detenerse en el inquietante presente, ni temer el aún más desasosegante futuro. Pero los cristianos nos llenamos de esperanza ante el signo triunfador de la cruz, que corona los sepulcros, de los cuales la vida brotará a raudales.