11 de abril de 2024, un mal día para los europeos: 336 eurodiputados, por convicción o conveniencia, han apoyado la propuesta de resolución de inclusión del aborto como derecho fundamental en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE). 163 votaron en contra y 39 se abstuvieron. El Papa Francisco, en su memorable discurso ante el Parlamento Europeo en 2014, hablaba de la «impresión general de cansancio y envejecimiento de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz». Diez años después la situación ha empeorado y parece que Europa no solo ha perdido energía espiritual, sino que ha emprendido un peligroso y destructivo camino. Es irónico que, un día antes, el mismo Parlamento adoptó el llamado Pacto europeo de Migración y Asilo y los eurodiputados que lo apoyaron se llenaron la boca afirmando su «solidaridad con los más vulnerables», votando al día siguiente una resolución que descartaba la vida humana del ser humano más vulnerable e indefenso. Es ese Parlamento que en mayo pasado dio luz verde a la adhesión de la UE al convenio para prevenir y combatir la violencia contra las mujeres, el que con su resolución abortista invisibiliza las presiones a las madres que desean continuar su embarazo y renuncia a ayudarlas frente a entornos hostiles que sugieren el aborto como «solución rápida». ¿Cómo olvidarse de la situación de alta vulnerabilidad de tales mujeres a las que la sociedad y sus autoridades no ofrecen alternativas reales y efectivas? ¿Cómo invisibilizar las consecuencias traumáticas que tantas mujeres padecen al recorrer el perverso atajo que sociedad y autoridades proponen para «emanciparse» de la maternidad? ¿Cómo omitir tan descarada y descarnadamente que el aborto es un cruel homicidio y un acto de violencia gruesa contra la mujer?
La CDFUE, como afirma el artículo 6.1 del Tratado de la UE, tiene el mismo valor que los tratados y su revisión sería harto complicada. En tal sentido, la susodicha resolución sobre el aborto es más un retrato del estado moral del Parlamento Europeo que una palanca efectiva para el cambio legislativo. Sin embargo, abre oscuros horizontes y sombrías expectativas, que minan los pilares de una sociedad justa basada en la igual dignidad ontológica de todos los seres humanos, sin que quepa discriminación, entre otras cosas, por nacimiento. Poco le importa a este Parlamento tratar cuestiones que no son de su competencia (como el aborto o el matrimonio), o que ni el derecho internacional ni el europeo amparan un pretendido e inexistente derecho al aborto. Traicionando el auténtico discurso de los derechos humanos que protege y promueve la dignidad humana, este Parlamento se ha convertido progresivamente en la caja de resonancia de perversas ideologías, entre las cuales tiene particular gravedad, como afirma la reciente declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe Dignitas infinita sobre la dignidad humana, la ideología de género, a la que califica como «extremadamente peligrosa».
En este camino de anestesia de las conciencias y de «eclipse del sentido de la vida» (Benedicto XVI), el Parlamento Europeo cuenta con la complicidad de una telaraña de asociaciones, grupos de presión, empresas de la industria de la cultura de la muerte y otros tantos actores estatales y no estatales, bien nutridos de fondos provenientes de los impuestos de todos nosotros, que hacen su trabajo negando la evidencia científica, promoviendo una falsa conciencia liberadora y progresista asociada al aborto y generando una cultura de la muerte, del descarte, de la indiferencia hacia el prójimo. Expresión de esta dramática realidad es la iniciativa ciudadana europea con el título Mi voz, mi elección: por un aborto seguro y accesible, que la Comisión Europea registró el pasado 10 de abril, en la que sus promotores le piden que presente «una propuesta de apoyo financiero a los Estados miembro que podrían realizar interrupciones seguras del embarazo para cualquier persona en Europa que todavía carezca de acceso al aborto seguro y legal». Es decir, pagar el aborto en otro país de la UE a las mujeres que no puedan realizarlo en su país. El ruido y la confusión moral que genera esta perversa entente público-privada no ha logrado, por el momento, convencer a la mayoría de los ciudadanos en Europa de que el aborto debería ser legalizado en todos los casos: según la encuesta global de IPSOS-2023 en 29 países, solo en Suecia y Francia más del 50 % de la población considera que el aborto debería ser legal en toda situación. Pero, nuevamente, parece dar igual, en parte, porque los propios ciudadanos no toman la posición de los políticos sobre el derecho a la vida como elemento esencial para decidir su voto.
Decía Julián Marías en los años 80 del pasado siglo que la aceptación social del aborto, incluso la creencia de que se trata de un progreso o avance social, era lo más grave que había ocurrido en el siglo XX, cuando lo cierto es que se trata, de hecho, de una regresión a las épocas más oscuras de la conciencia humana. Desafortunadamente, en el siglo XXI hemos pasado de la aceptación social a su reivindicación como derecho. Abandonada la luz de la fe cristiana que hizo florecer a Europa, la razón tiránica no encuentra ni su debido cauce ni límite a su arrogancia. Y serán los más débiles los que sufran el desnorte moral y mortal de sociedades asfixiadas por las ideologías predominantes.