Gracias por Beethoven - Alfa y Omega

La historia nos lo presenta como un tipo de aspecto descuidado, melenudo, despeinado, hosco y malhumorado. Sus ataques de ira alimentan anécdotas reales y ficticias. Sus excentricidades –las duchas con regadera que mojaban a los vecinos de abajo en su residencia de Viena, el desorden de su casa con cartas y partituras por el suelo– se repiten de forma frecuente como si describiesen a todo un personaje.

Pero nada de eso le hace justicia a Beethoven (Bonn, 1770 – Viena, 1827), el genio sordo de la música universal, el espíritu romántico por excelencia, el compositor total. Cuando él nació, las ideas ilustradas se extendían por los salones de la nobleza del Antiguo Régimen. Las cortes de los príncipes alemanes disponían de orquestas y pagaban a compositores. Cuando falleció, ese huracán llamado Napoleón Bonaparte había sacudido los cimientos de Europa. Desde Polonia hasta los Balcanes, la Restauración trataba de revertir el proceso que la Revolución francesa había iniciado. El viento de la libertad soplaba por todas partes y anunciaba las revoluciones de 1830 y 1848.

Beethoven nació en Bonn, entonces una pequeña ciudad a orillas del Rin perteneciente al Arzobispado de Colonia. De familia de músicos por parte de padre, no fue un niño prodigio, pero sí constante. Le faltaron buenos profesores, pero aprovechó las ocasiones que le deparó la providencia. Uno de sus maestros, Cristian Neefe, lo animó a componer y no únicamente a tocar instrumentos. ¡Bendito sea este señor! A los 11 años publicó su primera composición, Nueve variaciones sobre una marcha de Ernst Christoph Dressler. Compuso también cuatro sonatas para el arzobispo, que no llegaron a estrenarse. Entró a formar parte de la orquesta de la corte como clavecinista. Pronto fue el mejor de toda la formación.

Para triunfar había que viajar a Viena, la mayor y más importante ciudad del imperio. Allí fue en 1787 para formarse con Haydn, pero –¡ay!– el padre de la sinfonía estaba en Londres. Lo intentó con Mozart, pero el genio estaba ya aburrido de que le presentasen a niños prodigio. Es probable, pero no seguro, que llegaran a conocerse. El viaje fue un fracaso, mas Beethoven no se rindió. Volvió a Bonn. Aprovechó las oportunidades que le fueron surgiendo. Este muchacho no se rinde, no ceja, no lo vencen las adversidades. La Sociedad de Lectura de Bonn le encarga una cantata para llorar la muerte del emperador José I, fallecido en 1790, y otra para celebrar la coronación de su sucesor. Las dos cantatas son tan grandiosas que no pueden estrenarse porque en Bonn no hay orquesta ni coro capaces de interpretarlas. Permanecieron desconocidas hasta 1884.

En 1792, Haydn regresa de Londres. Pasa por Bonn. Conoce a este joven que compone música como Miguel Ángel esculpía el mármol. Beethoven, ahora sí, vuelve a Viena a triunfar. Frecuenta los salones de esos nobles que predican la libertad y temen la revolución que ha estallado en Francia. El príncipe Lichnowski es su gran padrino en la corte. Sin embargo, nuestro compositor se toma su tiempo. Aprende. Madura lo que va descubriendo. Durante dos años no publica nada. Hacia 1795 empieza a asomar el verdadero genio que hoy nos asombra: la sonata n º 8 Patética, la n º 12 Marcha fúnebre y la n º 14 Claro de luna. Ya nunca dejará Viena. Llegará el tiempo de las sinfonías –¡escuchen las cuatro notas iniciales del destino llamando a las puertas de la quinta!– el tormento y la gloria. Comenzó a experimental los primeros síntomas de sordera en 1798. En 1802 se agravó, pero conservó hasta 1815 el oído suficiente para escuchar su propia música. Nada lo detuvo. Siguió componiendo hasta el final de su vida obras maravillosas como la Novena Sinfonía (1824) o los cuartetos op. 127-133 (1825-1826).

La fuerza de Beethoven nos conmueve y nos seduce, pero su delicadeza nos desarma. Buscó a Dios y a él clamó en las horas más oscuras de su vida. En casi todo era un autodidacta. Nunca se casó, pero se enamoró mucho. Sufrió la soledad. Se arruinó y se recuperó. Cuando estrenó la Novena sinfonía, catalogada como patrimonio de la humanidad por la UNESCO, el público prorrumpió en aplausos, pero Beethoven, completamente sordo, no podía oírlos ni verlos porque estaba de espaldas. Temía volverse al público por miedo a que no hubiesen entendido la obra. Un solista de la orquesta tuvo que tomarlo del brazo para que contemplase su éxito. Al verlo, al ver al público entregado y feliz, rompió a llorar emocionado.

A ese genio ardiente e indomable que, sin embargo, llora conmovido, recordamos este año 2020.

Den gracias a Dios por Beethoven.