Cuando os veo jugar al fútbol o divertiros de una u otra manera enfrente de mi casa, me vienen a mi vieja memoria las estampas de los emigrantes españoles en los parques de Duisburg o Essen, todavía con las marcas de fuego de la última guerra. Fueron aquéllos los años de la gran emigración española de mediados del siglo XX a las naciones ricas de Europa, finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Muy distinta de la actual emigración del siglo XXI, causada por la crisis financiera. A los que trabajábamos como capellanes de emigrantes nos tocaba hacer de todo: desde traducir, con dificultad, los contratos de trabajo o los impresos de la Seguridad Social, a visitar en las comisarías a los trabajadores que se escapaban de las minas o de la fábrica, o comprar pijamas para los que frecuentemente ingresaban en el hospital por accidentes de trabajo. Muchos venían de las minas cerradas de Asturias o Castilla la Nueva. Muchos, también, de los pueblos campesinos de Andalucía, las dos Castillas y Galicia.
Por una u otra razón, cada día era un sinvivir: que si un accidente, que si una riña en el barracón, que si una fiesta que terminaba mal… Allí conocimos algunos la España real, que no estaba en los libros ni dentro de nuestros tranquilos centros de estudio, y nos adelantamos, con toda la ingenuidad que se quiera, pero en el terreno concreto de la vida real, a la democratización de la sociedad española que tardaría aún mucho en llegar.
He seguido, como otros muchos, la aventura de casi todos vuestros países, europeos, americanos o africanos, por salir, en estos años, de vuestro retraso secular, como era el nuestro, en regímenes casi siempre de dictadura, soviética, plutocrática o islámica; y sé bien cuánto va ayudar vuestro trabajo y vuestra experiencia entre nosotros, a la vez que vuestra contribución económica y humana, al desarrollo de vuestros países, si un día queréis volver a ellos, o si os quedáis aquí, sin desvincularos del todo de vuestra vida de allí. Mucho de lo que hemos aprendido y avanzado en España en este medio siglo último se lo debemos a lo que aprendimos fuera.
Nunca he creído que podía aplicarse al hombre real el proverbio biológico de que el buey donde nace pace, o la tonta frase de que la patria es la libertad, que es como decir nada, pero sí tengo por cierto que no puede haber patria sin libertad, sin un trabajo digno, sin un corro de afectos y comunicaciones, que es lo que vosotros estáis ahora buscando también entre nosotros. Quiero agradeceros el que estéis aquí, ayudándonos, completándonos, acompañándonos. ¿Qué sería de muchos campos nuestros, de muchos tajos y empresas, de nuestra hostelería, de nuestros servicios sociales, sin vosotros?
¿Que a muchos os confundan con los delincuentes que nunca faltan en cualquier grupo humano, y que paguéis unos por otros? En nuestra emigración también sufrimos que nos llamaran ladrones, violadores, asesinos, alborotadores…, porque una ínfima minoría lo era. Pero la gran mayoría de la población estaba contenta con nosotros. Aquí, lo mismo. Gracias, compatriotas.