«Vengo como peregrino, tras las huellas de nuestros padres comunes en la fe, los santos Pablo y Bernabé…, para saludar a los católicos de Chipre, para confirmarlos en la fe y animarlos a ser cristianos y ciudadanos ejemplares, para que desempeñen cabalmente su papel en la sociedad»: de este modo, al llegar al aeropuerto de Paphos, sintetizaba Benedicto XVI el objetivo de su viaje apostólico a Chipre, del pasado fin de semana. El objetivo ecuménico era evidente: dar un paso importante en el camino de la unidad con la Iglesia ortodoxa, y esto, precisamente, estaba en el fondo de las palabras del Papa. Ya durante el vuelo, había adelantado a los periodistas que este viaje era, «en muchos sentidos, una continuación del realizado el año pasado a Tierra Santa y del de este año a Malta», y recordaba que, en los tres, «el tema fundamental era la paz de Cristo, que debe ser paz universal en el mundo», explicando: «Paz en un sentido muy profundo: no es un añadido político a nuestra actividad religiosa, sino que la paz es una palabra del corazón de la fe». Es exactamente en la entraña más honda de la fe cristiana donde está grabada a fuego la exigencia ineludible de la unidad.
En su encuentro con los católicos de Chipre, les dijo claramente: «Vengo para confirmaros en la fe en Jesucristo y para animaros a permanecer fieles a la tradición apostólica, con un solo corazón y una sola alma». Llamada a la unidad que expresaba así en la celebración ecuménica, junto a los ortodoxos chipriotas: «La Iglesia en Chipre puede sentirse orgullosa de sus vínculos directos con la predicación de Pablo, Bernabé y Marcos, y de su comunión con la fe apostólica. Ésta es la comunión, real aunque imperfecta, que ya hoy nos une, y que nos impulsa a superar nuestras divisiones y a luchar por recuperar aquella plena unidad visible, que el Señor quiere para todos sus seguidores». La fe, ciertamente, es la clave de la unidad, entre los cristianos y con todos los hombres. No es una simple cuestión interna de la Iglesia: es una necesidad del mundo entero. Por eso, a la comunidad católica, como ya dijo en la ceremonia de bienvenida, con las palabras citadas al comienzo de este comentario, Benedicto XVI le expresó esta convicción: «Vuestra fidelidad al Evangelio redundará a favor de toda la sociedad chipriota». ¿Y no fue justamente en Chipre —subrayaba el Papa en la celebración ecuménica— donde «el mensaje del Evangelio empezó a difundirse por todo el Imperio, y la Iglesia, fundamentada en la predicación apostólica, fue capaz de echar raíces en todo el mundo conocido»?
Basta la fe verdadera, en su mismo corazón, como decía Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo, la fe que nos hace uno, para que se expanda por todo el mundo y genere esa paz y esa reconciliación que sólo Dios puede darnos. Con toda razón, el Papa podía decir, en su encuentro con la comunidad católica, que, en verdad, «los cristianos son un pueblo de esperanza», aun allí donde todo parece ir contra toda esperanza. Es el signo de la Cruz, la única fuerza capaz de vencer todo el mal del mundo. Es inmenso, sin duda, el sufrimiento en el Medio Oriente, pero más grande, infinitamente grande y poderosa, es la Cruz de Cristo, y por eso el Papa, en la Misa con sacerdotes, religiosos y religiosas, diáconos, catequistas y miembros de movimientos eclesiales, no dudó en afirmar que «el mundo necesita la Cruz», y que, por tanto, «se nos ha confiado el mensaje de la Cruz para que podamos ofrecer esperanza al mundo». El amor infinito encerrado en la Cruz es la única fuerza realmente vencedora: he ahí el mensaje dejado por Benedicto XVI en Chipre, en medio de una región que se encuentra con sufrimientos indecibles. Es el mensaje de la verdad, que lleva a los cristianos a ser ciudadanos ejemplares, y así un factor decisivo en la transformación del mundo.
Es la verdad que propuso el Papa en su encuentro con las autoridades civiles y el cuerpo diplomático: «¿Cómo puede la búsqueda de la verdad —les dijo— traer una mayor armonía a las regiones más probadas de la tierra?». Señaló tres vías: «Actuar partiendo del conocimiento de los hechos; desenmascarar las ideologías políticas que pretenden suplantar la verdad; y fundamentar la ley positiva sobre los principios éticos de la ley natural». ¿No es esto, acaso, lo que dicta la totalmente razonable luz de la fe? ¿No es esta luz, acaso, la que desde Tierra Santa saltó a Chipre y, desde allí, iluminó el mundo entero? En la catedral maronita de Nuestra Señora de las Gracias, cuya imagen ilustra este comentario, después del rezo del ángelus en el Pabellón de Deportes Eleftheria, de Nicosia, con la mirada puesta en María, el más hermoso lazo que «nos une profundamente» a católicos y ortodoxos, y «recordando con gozo su pronta aceptación de la invitación del Señor para ser la madre de Dios», Benedicto XVI hacía memoria de los católicos maronitas, que «llegaron a estas orillas en diversos períodos a lo largo de los siglos y a menudo sufrieron duras pruebas por permanecer fieles a su específica herencia cristiana; perseveraron en la fe de sus padres, que ha pasado a los maronitas chipriotas de hoy», a los cuales dijo el Papa: «Os exhorto a valorar como un tesoro esta gran herencia, este regalo precioso». Nos lo dice a todos: sólo en la verdad de la fe está el secreto de la unidad, y la salvación del mundo.