Fe en la ficción - Alfa y Omega

Fe en la ficción

Javier Alonso Sandoica

El escritor y editor norteamericano Paul Elie ha publicado recientemente un artículo, en la revista de libros del New York Times. El asunto trataba de cómo la fe cristiana aparece en la novela norteamericana contemporánea. Sus conclusiones son desoladoras: «Si hay algún área de nuestra cultura a la que se corresponda la definición post-cristiana, es sin duda la literatura». Huelga decir que Norteamérica ha dado en el siglo XX muchos escritores que se reconocían como artistas con convicciones cristianas, léanse a Flannery O’Connor, Walker Percy, Reynolds Price, John Updike, etc. Ahora parece que la literatura sobre el acontecimiento cristiano se ha convertido en coreografía de curas y ángeles en torno a viles tramas de asesinatos, que así lo dicen los best sellers. Pero la urgencia de redención, la acción de la gracia, los grandes temas que Flannery O’Connor desplegó en sus cuentos, van sin dueño que los ate.

El escritor cristiano, por buscarme una referencia canónica, es Dante. Y lo fue no porque hablara de santos, sino por su mirada totalizadora. Desde muy arriba, con ojos de rapaz, veía el mundo como un campo lleno de concordancias y de alusiones mutuas, algo verdadero, legible. En la Divina Comedia encontramos una unidad tan absoluta entre los conocimientos naturales, la poesía y la revelación cristiana, que sus páginas siguen conmoviendo al lector sensible. El mejor poeta ruso del siglo XX, Osip Mandelstam, dejó escrito un Coloquio sobre Dante, en el que hablaba precisamente de los tiempos del gran poeta, el trecento, en que la realidad no era una suma de fragmentos, sino una unidad donde la mirada descansaba. Más allá de que los versos del florentino funcionen de manera independiente, como creaciones escultóricas, Mandelstam hace la analogía de Dante con la montaña. Una montaña es una proeza formada por cientos de rocas, todas ellas imprescindibles. Así era el poeta. «Mucho tiempo antes de Bach –escribe Mandelstam–, en una época en que aún no se construían órganos grandes y monumentales, Aliguieri construyó en el espacio de la palabra un órgano de infinita potencia, y se deleitó con todos los registros imaginables».

A la literatura fragmentaria de nuestros días, de la que habla el autor del artículo citado, no es que le falten piezas para hallar remedio; es que tiene un serio problema de diseño.