Fabrice Hadjadj: «Al proponer la fe, la Iglesia está salvando la razón»
«La guerra no es entre culturas. Lo que pasa es que estamos abandonando la cultura», asegura el filósofo francés, que el pasado viernes participó en EncuentroMadrid
En una Europa cada vez menos cristiana usted habla de «la suerte de haber nacido en nuestro tiempo». ¿De dónde nace esa positividad?
Cuando hablo de la suerte de haber nacido en nuestro tiempo lo hago desde el punto de vista teológico: por la fe en Dios creador, Salvador y Señor de este mundo, puedo saber que no hay mejor sitio para mí que esta época, esta sociedad, esta Europa o esta España de hoy. No hay mejor tiempo para mí que este. Como dice el Papa Francisco, tengo una misión, y todos los obstáculos que voy encontrando en el camino, en realidad, son la ocasión para dar testimonio. El mundo está en la oscuridad y yo doy testimonio de la luz. Es absurdo pretender que el mundo sea cristiano para empezar a ser cristianos.
Filósofo francés, es de familia judía de origen tunecino. Converso al cristianismo, casado y con nueve hijos, imparte clases de Filosofía y Literatura al tiempo que, en conferencias y libros, trata sobre la familia, la sexualidad y los riesgos del mundo tecnológico. Es miembro del Pontificio Consejo para los Laicos.
¿Ningún tiempo pasado fue mejor?
Esa nostalgia es un error, porque lleva a pensar que otra época era mejor para anunciar el cristianismo. Pero el drama está presente en todas las épocas. El drama ya empezó en el jardín del Edén. Unos, por ejemplo, dirán que antes del Vaticano II, los franceses que el siglo XVII o los españoles que el Siglo de Oro. Todas las épocas tenían sus dramas, y también la gracia para vivirlos. Hoy, por ejemplo tenemos la ventajosa gracia del dogma de la Asunción. En todas las épocas crecen juntos el bien y el mal, como nos enseñan las parábolas, luchando entre sí.
Entonces lo último, la novedad, lo actual, ¿es mejor?
Cristo hace todas las cosas nuevas. Esa novedad no es la innovación, no se opone a la tradición. La novedad de la que hablamos actúa como la primavera, que volviendo a suceder permite a la naturaleza dar nuevos frutos. Eso mismo ocurre cuando uno se convierte o se enamora: el mundo entero aparece renovado. El misterio cristiano es la Eternidad, irrumpe en el tiempo, y por eso siempre es tradición y novedad. De esta forma, incluso en el pasado encontramos cosas nuevas. Por ejemplo, los apóstoles nos transmitieron la Revelación, pero hoy la comprendemos más que ellos entonces. Esta novedad no destruye, sino que asume el pasado renovándolo. El cristianismo es la tradición, que siempre es nueva, porque responde a las preguntas de hoy y se enriquece.
¿Debería entonces la tradición cristiana embarcarse en la batalla cultural?
La idea de una guerra cultural presupone al menos dos culturas distintas, dos identidades culturales que luchan entre sí. Una cultura de la vida y otra de la muerte. Una de la tradición y otra de la modernidad. Una cristiana y otra atea. ¿Está la cultura cristiana enfrentada a otras? Lo primero que yo subrayaría es que el cristianismo no es una cultura. La noción cultural es una noción pagana. Remite a la manera en la que las criaturas trabajan sobre la tierra para transformarla y conseguir un fruto. La dimensión propia de la cultura está ligada a otra cosa que no es la Revelación, que existe en el orden natural. En ese sentido, la diversidad cultural (la cultura española, la francesa…) se asemeja a la diversidad de especies vegetales (rosas, lirios…), para las que el Evangelio sería como el sol que las hace crecer. El cristianismo, así, no es una cultura al lado de otras, luchando por devorarlas; sino que el cristianismo es la luz que permite el desarrollo de cada cultura, que aporta lo necesario a la raíz, favoreciendo un nuevo florecimiento.
¿Quiere decir entonces que no nos están atacando, que no hay guerra?
No, estoy diciendo que la guerra no es entre culturas. Lo que está sucediendo es que estamos abandonando precisamente la cultura: se desecha el paradigma de la cultura para asumir un paradigma tecnocrático. Ante la desaparición de la cultura, se debe combatir por protegerla frente al control tecnológico. Por ejemplo, desaparecen paulatinamente los espacios de discusión y de debate entre las personas. El problema entonces no es de católicos o no católicos, sino de cómo estas personas llegan a hablar. Esto es la cultura. Hoy pulsamos botones y avanzamos por eslóganes, a través de frases rápidas. Hannah Arendt dijo que la cultura supone sentido del tiempo. La lógica de la tecnología, la instantaneidad, destruye toda forma de cultura.
¿Podría ponernos un ejemplo?
La cuestión de la homosexualidad, por ejemplo, siempre ha existido, pero hoy se afronta de manera completamente diferente. No se reivindica la existencia de personas homosexuales y se discute sobre la homosexualidad, sino que se normaliza (que puedan casarse o tener hijos). Debe convertirse en norma, ser normal. Esto ha podido producirse únicamente de manera tecnológica: mientras que la cultura parte de un don natural para hacerlo crecer, la tecnología, al mirar el mundo, solo ve un material que manipular y explotar. Así, mi cuerpo o mi corazón no son un don que cultivar y hacer crecer, sino que son materiales y los puedo manipular como quiero. Aquí no hay una guerra entre culturas, reitero, sino una guerra por salvar la cultura del dominio de la tecnología. La visión tecnocrática prohíbe pensar, plantearnos preguntas, porque ha suprimido el misterio. El cultivo de la tierra no puede tomar control absoluto del dinamismo de la planta, del misterio de su crecimiento, o de la meteorología. En la cultura hay misterio que lleva a la oración. En la tecnología, el control se pretende absoluto. No hay misterio. No hay preguntas, hay problemas que piden soluciones. El peligro de la época posmoderna es la tecnología que reemplaza a la cultura.
¿Cómo lucha el cristiano en esa guerra?
Al proponer la fe, la Iglesia está salvando la razón. La Iglesia debe salvar al hombre, es decir, debe salvar la razón. Proponiendo la Revelación, debe proponer la cultura. Aportando el Espíritu Santo ofrece el sentido de la sexualidad. Esta situación es nueva, y pienso que el mundo cristiano se convertirá en un lugar de resistencia cultural donde todavía existirá la cultura. En el exterior hay un abandono de la cultura, de la razón, y este es el verdadero problema.
El teólogo y rector de la Universidad de San Dámaso, Javier Prades, y el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona Josep María Esquirol fueron los encargados de ahondar en el lema de esta edición –Más allá del optimismo, la esperanza– de EncuentroMadrid, que concluyó el pasado domingo invitando a vincular la esperanza con lo concreto y en el que participaron, entre otros, la directora de cine Icíar Bollaín, el patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, o la escritora Ana Iris Simón.
Durante su intervención, Esquirol reconoció que no usa la palabra optimismo «porque parece una etiqueta simplista, y las etiquetas no dejan pensar». La esperanza, sin embargo, «alimenta nuestro vivir, nos permite tener un horizonte abierto». Además, advirtió que «en una sociedad en la que el misterio y lo profundo va tapándose, la esperanza decrece». Lo mismo pasa con la fe, según Prades, quien parafraseó al filósofo Habermas para subrayar que su desaparición «deja en todos nosotros un vacío perceptible». La vida «no se basta a sí misma. Necesitamos Otro para que la vida, siendo más bella y mejor, conmueva más hondamente que la parálisis que el mal produce». Pero «el mal no tiene la última palabra», concluyó el rector de la universidad madrileña. «El mal es muy radical, pero el bien lo es aún más», añadió Esquirol.