Apología del orgullo - Alfa y Omega

Apología del orgullo

Carlos Pérez Laporta
Portada de 'A mí toda la gloria'

«La humildad es andar en verdad», decía santa Teresa con pundonor de jurista romano, «dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que es nuestro». Porque el reconocer cristianamente «la miseria y ser nada» mucho se aleja del ninguneo del budista, que niega la propia consistencia, pero para darse el postín de ser el todo. Por eso, el dogma de la creación exige una dosis de buen orgullo: «El orgullo es la fe en la idea que Dios tuvo cuando nos creó», escribió Karen Blixen; «la gente que no tiene orgullo no es consciente de que Dios haya tenido una idea al crearla, y a veces te hacen dudar de que haya existido una idea, o de que si ha existido se perdió».

Por eso Fabrice Hadjadj solicita para sí toda alabanza: «Sin escrúpulos, sin vergüenza —pero no sin tambores y trompetas— aspiro a ser alabado, vestido de púrpura y coronado». A mí toda la gloria, reza el título publicado por Palabra. Los santos, en realidad, no se distinguen de los ídolos de masas por el desprecio de toda honra; al contrario, aspiran con firmeza a la más alta gloria que pueda existir: la divina. No quieren ser menos, sino mucho más. La santidad hace exuberar la humanidad hasta la envidia de algunos ángeles. Y esa celeste vocación la comparte toda la creación: «El pájaro no canta en último término para conservarse, sino que se conserva para cantar, para volar, para abrir su plumaje, para que exista siempre esta epifanía poco probable del mirlo, la eterna paradisiaca o el pavo, para que siempre exista esta especie cuya existencia no se remite a la necesidad, sino al don». Toda la creación canta la gloria de Dios, no por negación de sí, sino por su ubérrima consistencia: «A través de la finalidad propia del árbol, aflora su finalidad trascendente, que es su causa primera; a través de su apariencia, aflora algo como una aparición. Siendo plenamente él mismo, realizando perfectamente su naturaleza, el árbol manifiesta algo más que a sí mismo». Por eso, a Dios el poeta más ateo «le rinde mejor homenaje que el beato que actúa mecánicamente y pretende alabarlo escupiendo sobre sus criaturas. Tartufo, al conmoverse por el pecho de Dorina, es más devoto que uno al que eso le dejara indiferente».

Es, pues, la profusión de la naturaleza la que alardea de una prodigalidad omnipotente del Hacedor. Al ostentar su diferencia «los contrarios se convierten en contrastes, tan bien, que unos y otros se ensalzan mutuamente»: «Hizo todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, y nada ha hecho deficiente —dice la Escritura—. Cada cosa afirma la excelencia de la otra, ¿quién se hartará de contemplar su gloria?». Así, la gloria es literalmente paradójica, porque necesita siempre de alguien al lado que la narre, que participe de la ella cantándola, y lo haga de un modo esplendoroso: «Para ser glorioso, hace falta, por lo tanto, querer que otro lo sea. La gloria del héroe exige la gloria del poeta y al revés».

Todo escritor tiene que ser presumido —ay, también el de reseñas…—, pues asume la gloria de lo que ve, y así se vuelve él mismo glorioso: «Acogiendo la belleza de la flor y el croar de las ranas, haciendo que su voz tome consigo las aclamaciones inarticuladas de las otras criaturas, Salomón se reviste de una gloria mejor. Es humano como el lirio es lirio, no abriendo sus pétalos, sino recogiendo todas esas cosas en el arca de su palabra». Por ese motivo su presunción no acaba necesariamente en petulancia, porque su gloria será mayor cuanto más glorioso sea el mundo que le circunda.

A mí toda la gloria
Autor:

Fabrice Hadjadj

Editorial:

Palabra

Año de publicación:

2020

Páginas:

160

Precio:

14,90 €

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