Los talentos
XXXIII Domingo del tiempo ordinario
No es extraño oír decir, especialmente a las personas muy mayores o a enfermos crónicos, que ya no tienen nada que hacer en la vida, que son una carga para sus familiares o la sociedad, y que ya han cumplido con todo lo que tenían que realizar en la vida. Esta reflexión, que suele surgir de personas con acentuadas limitaciones físicas, muestra una aparente lucidez mental, pues son conscientes de lo que ya no pueden hacer. Debido al incremento de la esperanza de vida son cada vez más quienes superan edades que hace solo 100 años eran impensables. Con todo, a pesar de las innovaciones médicas y del aumento de la calidad de vida, no es posible evitar un deterioro de facultades físicas. Y ello genera un cierto pesimismo de fondo, que contrasta con la enseñanza que este domingo nos presenta el Evangelio.
Ser vida para los demás
El pensamiento dominante en nuestra cultura fomenta valorar al hombre por lo que puede hacer, por su capacidad de producción, de establecer relaciones sociales o de desplazarse autónomamente de un lugar a otro. Por el contrario, el Evangelio nos dice que todos hemos recibido unos determinados talentos. Jesús nos hace caer en la cuenta de que no existe persona alguna que no haya sido elegida por Dios para llevar a cabo una misión, independientemente de la manera en la que se concrete la misma. Los talentos recibidos por Dios se concretan en dones materiales, como la vida, el universo que nos rodea, la salud y las cualidades físicas o intelectuales. Asimismo, el Señor ha regalado a su comunidad los dones de la gracia, para que los haga fructificar antes de su vuelta: la fe, la gracia, su Espíritu, su Palabra, los sacramentos o la participación en la vida de la Iglesia. La enorme riqueza derramada sobre nosotros no está destinada al solo aprovechamiento personal, sino que ha de ser utilizada en beneficio de la comunidad que se nos ha dado: la familia, la Iglesia y la sociedad.
Juzgados según lo recibido
La parábola de los talentos nos pone en guardia frente a tres peligros que pueden acecharnos. El primero es la falsa humildad. El Señor es quien distribuye los talentos y todos somos depositarios de ellos, en mayor o menor medida, en una dirección o en otra. Ser humildes no entra en conflicto con ser agradecidos, valorando en su justa medida lo que hemos recibido. Todas las personas somos, en sentido absoluto, útiles, y nuestra mera vida y existencia, aunque sea en estado casi vegetal, es un gran don y talento para aportar a los demás.
El segundo peligro que nos acosa es el miedo ante lo que Dios nos pide. Debemos tener una idea buena y positiva de Dios. No debemos pensar que es una persona dura y severa, que solo busca descubrir los fallos de las personas para castigarlas. El «siervo negligente y holgazán» del pasaje evangélico pretende excusarse ante su señor de su inactividad y de su nula productividad, aludiendo a la exigencia del Señor. Todos podemos poner pretextos. Sin embargo, Jesús nos advierte que ante todo lo que Dios nos ha dado no caben disculpas o evasivas: es necesario ponerse a trabajar, colaborando con la acción de Dios.
El tercer riesgo es el de la comparación entre mis talentos y los de los demás. El pensar recurrentemente en lo que yo no he recibido y otros sí es fuente de una insatisfacción constante y puede implicar situarse de perfil ante todo lo que cada uno puede aportar en el ámbito en el que se encuentre. La parábola no revela relación entre los distintos beneficiarios de los talentos. Tampoco Dios nos exigirá cuentas de lo que han recibido los demás ni nos va a comparar con ellos. En este sentido, somos administradores únicos de aquello que solo a nosotros se nos ha dado.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: “Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”. Su señor le dijo: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El señor le respondió: “Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”».