Etty Hillesium, la otra Ana Frank
Etty Hillesium es la gran perdedora de la criba del tiempo. Su destino está irremediablemente ligado con el de Ana Frank. Ambas padecieron el experimento más terrorífico creado por el ser humano, los campos de concentración nazis: Ana Frank en Bergen-Belsen, y Etty en Auschwitz. Pero Ana la sobrevivió en la memoria colectiva. Etty se puso a buscar a Dios, en serio, en las circunstancias más horripilantes, en la ciénaga de la barbarie. Un amigo le prestó la Biblia y a san Agustín, y empezó a marchar detrás de Él; trabajó como un peón de minería, lo buscó dentro de sí y a oscuras. Rilke había dejado escrito que los asesinos son fáciles de entender, pero «la muerte, la muerte total, es indescriptible». ¡Qué bien se entienden estas palabras después de Auschwitz! Allí no es que hubiera sólo un culpable, sino una perversión que excedía las entendederas del mortal común. De ahí que Etty se preguntara: «¿No resulta casi impío creer todavía con tanta intensidad en Dios, en una época como la nuestra?» Y, antes de morir, escribe: «Será preciso que alguien sobreviva para atestiguar que Dios estaba vivo, incluso en un tiempo como el nuestro. ¿Y por qué no iba a ser yo ese testigo?» Por ello dejó escrito un Diario bien distinto al de Ana Frank. El de Etty es la plasmación de un itinerario espiritual, muy al estilo de los místicos españoles, a rebufo de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. Ella veía en Dios el único espacio seguro para desarrollar una humanidad completa.
Detengámonos en esta idea del espacio. A Etty le encantaban los dibujos japoneses, y decía que no quería escribir más que «palabras insertadas orgánicamente en un gran silencio; unas cuantas pinceladas delicadas, y alrededor un gran espacio, pero no un vacío». Esta idea del espacio divino es de una extraordinaria profundidad, ya que invita al lector a que, en cualquier circunstancia, incluso convulsa o dolorosa, produzca un lugar cierto de encuentro con el Misterio de Dios. Aquí dejo otra pizca de la finura espiritual de Etty, escrita el 12 julio de 1942: «Voy a prometerte una cosa, Dios mío, una cosa muy pequeña: me abstendré de colgar en este día, como otros tantos pesos, las angustias que me inspira el futuro». Y el futuro llegó como un águila que se arroja indefectiblemente sobre su presa. En 1943 se la llevaron con algunos miembros de su familia en un tren. Y ese mismo año pasó de Auschwitz a Dios.