«¿A quién?». «Bueno, no hago más que dar guerra. A las chicas que me cuidan, a mis nietas cuando vienen a verme. Mis cuatro hijos se reparten el mes y, como uno vive fuera, aunque tiene a las hijas estudiando aquí, cuando le toca, son las niñas. Me caí por las escaleras en unos almacenes y me quedé casi paralítica. Llevo meses así. No me aguanto de pie. No puedo vivir sin el aparatito del oxígeno. ¿Ves? Doy la lata. Yo solo le pido a Dios que esto no dure mucho, que me lleve pronto. ¿Es pecado desear la muerte? Porque, si lo es, ya no la deseo. Pero…».
Empezamos entonces a recorrer su vida. Como la mayoría de las madres, además de tenerlo todo controlado, de ser la secretaria particular de su marido y de sus hijos, de hacer que la casa funcionase sin complicación aparente –compras, limpieza, médicos, orden, etc.–, era la encargada de los hospitales cuando había que hacer visitas o quedarse a pasar la noche con alguien o acompañar a esa tía soltera. «Compréndelo, a mi marido le daba un no sé qué en los hospitales, era superior a sus fuerzas». De abuela también lo hacía. Y de bisabuela, hasta que se cayó por unas escaleras.
¿Os suena? Un soniquete más: «Si eres una histérica del orden y de la limpieza, es cosa tuya», literal, durante años. ¿A que también os suena? «Mira –le dije–, igual te toca ahora que te cuiden y aprender a dejarte querer». Resultó fácil animarla. En cuanto rascamos un poco, que si jugar a las cartas –al mus, dos, chungo; pero a la canasta…–, que si escuchar la radio –«que se estiren tus hijos y te compren una de botones, para que sea fácil ir cambiando de emisora si te aburres»–, que si hablar de tabaco –«de joven, negro y sin boquilla»–, aunque no sea fumar, pero «una lo piensa, y ya le vale». Empezó a sonreír. No estorba nada. No da la lata. Está muy malita. Va a pedir que pongan fotos suyas: era muy guapa.
El próximo día voy con dos barajas francesas. A ver quién de los dos hace una oculta y limpia de monos, que vale 4.000. Y le llevaré la comunión. Bueno, si sigue queriendo morir, un cura que la confiese. «No, ven tú». Pues no te quieras ir, reinita.