Estamos llamados a esta relación
Solemnidad de la Santísima Trinidad / Juan 16, 12-15
Evangelio: Juan 16, 12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».
Comentario
Jesucristo, en el Evangelio según san Juan, no es un hombre más, sino «el Revelador». Revelar significa «descubrir o manifestar lo ignorado o secreto». Por tanto, Jesús, el Hijo, es Aquel que nos ha descubierto lo que estaba oculto para la humanidad o lo que esta ignoraba: la realidad divina. El Padre, en Jesucristo, abre el cielo para contarnos quién es y cuánto nos ama. El cielo, símbolo de la morada divina —donde reinan la justicia, la verdad, la paz, el amor, todo aquello que nos hace bien, que nos hace verdaderamente felices— se abre a cada uno de nosotros a través del Hijo, que no solo nos habló de valores y virtudes, sino que las vivió hasta el fin. Nos indicó por dónde caminar para vivir nuestra existencia en plenitud. El Padre y el Hijo lo comparten todo («todo lo que tiene el Padre es mío»), no necesitan separar lo que son, saben o tienen, porque confían el uno en el otro. Su relación, por lo tanto, no necesita protegerse. Es una relación a la que todos estamos llamados, sin defensas, sin avaricia, porque piensan el uno en el otro y no van a hacerse daño. Tenemos por tanto al Padre, el origen, fuente y meta del universo; que, al ver a la humanidad tan perdida, con tantas guerras y fracturas, decide, lleno de ternura y preocupación, enviarnos lo más sagrado que tiene, a su único Hijo: Jesús. ¿Por qué? Porque al verlo, vemos al Padre, al ver sus gestos, al escuchar sus palabras, estamos viendo y oyendo quién es nuestro Creador.
Entonces: ¿quién es el Espíritu? ¿Qué aporta? ¿Cómo sería nuestra existencia si Jesús no nos lo hubiera enviado? Jesucristo sería para nosotros un recuerdo, una bella e inspiradora narración, o se hubiera olvidado definitivamente. La vida cristiana de millones de personas desde entonces no hubiera sido posible y tantas vidas entregadas por la defensa de la justicia, del amor, de la paz, no hubieran sembrado nuestra historia de pequeñas o grandes luces, en las noches de la humanidad. Jesús no hubiera sido para nosotros Alguien vivo, a quien buscamos en mucho de lo que vivimos, quien ilumina nuestra existencia diaria, por quien somos capaces de entregar la vida.
En el Evangelio de este domingo, Jesús, como una madre, viendo que se acerca la hora de su paso de este mundo al Padre, se preocupa por sus discípulos. Por ello les anuncia el envío de un colaborador suyo, unido a Él y al Padre: el Espíritu de la verdad, el Paráclito. Sus funciones podrían resumirse en dos. Una más reveladora: revelarnos a Jesús («os guiará hasta la verdad plena», que es Jesucristo). Y una segunda más jurídica: dar testimonio de Él («el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí») y demostrar la falsedad del mundo. En otras palabras, poner en evidencia la condena del mundo hacia el Salvador. Por ello, el Paráclito va a chocar con la resistencia del mundo, que continúa el proceso contra Jesús («si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán»). En resumen, si dejamos espacio al Espíritu para escucharlo cada día, nos va a posibilitar encontrarnos con Jesucristo y seguirlo a diario; interpretar la realidad para que, en lo oculto de la historia presente, confusa y convulsa, podamos reconocer sus signos. Y va a ser esa «fuerza en la tribulación» la que nos ayude a dar testimonio de Él, a anunciarlo sin miedo, a vivir los valores del Evangelio sin frenarnos por las dificultades o conflictos que puedan generarse en la familia, en el trabajo o en las actividades pastorales.