Hay muchas razones para sentirse desanimado. La crisis de Ucrania parece no tener fin. Los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes. En todo el mundo, decenas de millones de personas están sumidas en una crisis de hambre e inanición. Y cuando miro a mi país, el Reino Unido, me encuentro con un servicio sanitario que se hunde, huelgas y precios cada vez más altos.
Tengo la sensación de que la desesperación se apodera no solo de los ciudadanos de mi país, sino de los de todo el mundo. Muchos nos sentimos inseguros. Y, con ese sentimiento, viene una tendencia a cerrar las escotillas, proteger lo que uno tiene, mirar hacia adentro y prepararse para lo peor.
La necesidad de encerrarse emocionalmente y con los demás es comprensible, pero debe resistirse. La respuesta de los supervivientes de crisis humanitarias sugiere que hacer lo contrario es clave para superar los tiempos difíciles. Cuando se producen catástrofes, las comunidades más pobres y vulnerables saben que si quieren reconstruir, recuperar y restablecer lo que una vez tuvieron, deben trabajar duro, colaborar y compartir con los demás y aprovechar las oportunidades para salir de la pobreza. La apertura a recibir y dar ayuda y a asumir riesgos no son cuestiones de elección, sino esenciales para sobrevivir al conflicto, la destrucción, el hambre o el caos económico.
La respuesta de Ucrania a los devastadores efectos de la guerra es un ejemplo inspirador de ello. La fortaleza de los ciudadanos del país frente a los bombardeos, la pérdida de electricidad, calefacción y agua, y a pesar del desplazamiento forzoso de millones de personas, demuestra lo que es posible.
Los llamados viajes migratorios ilegales de refugiados de lugares como Afganistán, Eritrea y Somalia a través de fronteras y mares peligrosos son también prueba de esta determinación, aunque sean tan controvertidos políticamente. Y no se trata solo de supervivencia. A quienes viven o huyen de catástrofes les sostiene la esperanza de construir una vida mejor para ellos y sus familias, y aprovecharán cualquier oportunidad que se les presente para ello.
Merece la pena reflexionar sobre estas cosas porque una de las verdades incómodas —y a menudo tácitas— del trabajo humanitario es el desequilibrio que se produce cuando los donantes de los países desarrollados apoyan a los menos afortunados. En esa relación donante-receptor, puede resultar fácil considerar que la persona a la que se ayuda depende por completo de la buena voluntad y la generosidad del donante y restar importancia al empuje y la determinación que tienen los supervivientes de las crisis humanitarias para mejorar sus propias vidas.
Por eso, al comienzo de un nuevo año lleno de tanta incertidumbre, puede ser útil reflexionar sobre las lecciones que pueden extraerse de quienes han experimentado la vida a través de catástrofes naturales o provocadas por el hombre. Estas personas podrían ser incluso antiguos refugiados que ahora viven con éxito en sus propios países.
En primer lugar, mantén la esperanza. Si no hay mucha en este momento, trabaja para construirla. Lucha contra la tendencia a mirar hacia dentro. Mira hacia fuera. Encuentra una comunidad de amigos y familiares que se preocupen y que estén dispuestos a compartir. Los cierres de la COVID-19 que hemos vivido ya nos han demostrado la sorprendente fuerza de nuestras comunidades para unirse y apoyarse mutuamente. Avivando las brasas de la esperanza, uno empezará a sentirse mental y emocionalmente más positivo y relacionalmente más conectado. Me viene a la mente la frase: «Una carga compartida es una carga reducida a la mitad». Y con esa positividad empezará a surgir una visión de cómo reconstruir mejor, o de forma diferente.
En segundo lugar, y esto es más controvertido, tómate un tiempo para reflexionar sobre el tener menos y sentirte más vulnerable e inseguro, y qué puede significar para tu forma de vivir la vida. Los que vivimos en el mundo desarrollado nos hemos acostumbrado tanto a la satisfacción instantánea que puede que hayamos perdido de vista otras cosas importantes que hay que cuidar. Por ejemplo, apreciar la naturaleza y lo que nos da, comprender el impacto medioambiental de nuestras decisiones de consumo y reducirlas o alimentar las amistades y las relaciones comunitarias y de vecindad que son tan esenciales para nuestra salud mental. Nuestras reflexiones también podrían cambiar nuestra forma de pensar sobre los más vulnerables de nuestro mundo.
En Historia de dos ciudades de Charles Dickens, el autor comienza con la frase: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, era la época de la creencia, era la época de la incredulidad, era la estación de la luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación».
El libro fundamental de Dickens estaba ambientado durante la Revolución Francesa. Con todos nosotros sacudidos por las cambiantes líneas de falla económicas, geopolíticas, medioambientales y tecnológicas, ciertamente parece que vivimos tiempos inciertos, confusos e incluso aterradores. Rezo para que, en medio de ellos, encuentres y construyas tu manantial de esperanza.
James East
Director de Comunicaciones de Emergencia de World Vision