En una Bagdad sacudida por los acontecimientos en los países vecinos, la vida continúa a pesar de todo. Mientras que desde hace dos años la vida normal comienza a restablecerse, entre los cristianos se está extendiendo una preocupación aún difusa. Si durante medio siglo han sido utilizados como eternos chivos expiatorios, la exacerbación del discurso de algunos líderes islámicos es motivo de preocupación. Para algunos, después de haber expulsado a los judíos de Israel será necesario expulsar, si no exterminar, a unos cristianos que no pintan nada en tierra del islam. Se corre el peligro de que el fanatismo lo arrase todo. La mayoría de los musulmanes que rechazan este discurso de odio están paralizados.
En este revoltijo de odio y violencia tengo la suerte de presenciar cada día un tipo de resistencia que nunca aparecerá en los titulares: la de las comunidades religiosas cristianas, en particular la de las hermanas de madre Teresa de Calcuta. Las conozco bien, celebro Misa cada día en sus dos conventos. Uno está en el centro de Bagdad, el otro en un triste suburbio chiita. Allí la resistencia cristiana actúa sin bazucas, sin kalashnikovs, sin grandes discursos. Va más allá de las batallas inmediatas hasta una lucha cósmica contra el autor del mal, que consiste en la fidelidad a los votos religiosos pronunciados por la mayor parte de ellas en sus países de origen, generalmente a salvo. Las circunstancias y el voto de obediencia las arrojaron al corazón de las naciones en guerra. Para ellas no habrá evacuación si no es con sus protegidos. Las del centro de Bagdad acogen a unos 60 niños huérfanos, abandonados o con discapacidad. La resistencia de las hermanas se construye en la paciencia y el amor a estos niños rechazados.
¿Su escudo antimisiles? La Eucaristía, la oración, la adoración al Santísimo. ¿Inocencia, inconsciencia? La mayoría han pasado por otros conventos de la región donde vivieron abusos contra los cristianos, mientras que las más jóvenes conocen la historia de sus hermanas masacradas en Yemen y saben lo que sus hermanas en Gaza están viviendo hoy. ¿Su seguro de vida? Su fe en Dios. Todas las mañanas, con demasiada frecuencia, llego apresurado, irritado. La sonrisa silenciosa y apacible de la hermana que me abre nunca deja de recordarme que es hora de que me preocupe primero por las cosas de Dios. Lo demás se me dará por añadidura.