Estoy seguro de que no faltará alguien que le encuentre alguna pretendida explicación; hay gente –cada vez más– que trata de encontrarle, como sea, una explicación a todo, incluso a las cosas más inexplicables; pero una explicación razonable y convincente no, porque sencillamente no la hay: más de trescientos emigrantes africanos muertos en el canal de Sicilia, cientos de muertos más en Ucrania, miles de muertos más en Irak, en Libia, en Egipto…, y nosotros llenando las portadas de nuestros periódicos y las tertulias radiadas y televisadas con las singulares peripecias de Gómez y Sánchez, sociedad limitada. Los bárbaros de Boko Haram batiendo todos los records de las barbaridades, los salvajes del mal llamado Estado Islámico decapitando a cristianos coptos, de veinte en veinte, por el mero hecho de ser gente de la Cruz, a un tiro de piedra de las costas sicilianas… y nosotros mirándonos imbécilmente el ombligo, y ocupadísimos en la celebración, lo más excesiva posible, del carnaval, como si lo que pasa, día tras día, en esta suicida sociedad no fuera una siniestra, permanente y deprimente carnavalada.
Supongo que usted ha visto –y si no lo ha visto, todavía puede verlo– el video atroz de la decapitación de los cristianos coptos, arrodillados sobre la arena de una playa, con las manos atadas a la espalda, vestidos todos con el estigma del mono color naranja. Una partida de salvajes, a los que encima se les califica de ejército del Estado Islámico, no sólo los asesinan a mansalva, sino que lo graban y envían el video a las cadenas de manipulación de la libertad de opinión y de conciencia. Y no ocurre nada: todo lo más, la gente dice eso de: ¡Qué horror! ¿A dónde vamos a ir a parar? Un día es en Nueva York, otro en Madrid, otro en París, otro en Dinamarca… la gente, el común de la gente, tiene la conciencia y la voluntad como anestesiadas. Profesionales de la comunicación se olvidan no sólo de la ética más elemental, sino también de una mínima profesionalidad. No es de ahora, es cuestión de muchos años de falseamiento educativo, de lavado sistemático de cerebros y de descarada, y comodísima, pero repelente, aceptación social del mal, como si todo diera igual y todo valiera lo mismo. Todavía recuerdo aquel comentario de José Luis Martín Descalzo que, en torno al 68, preguntaba: ¿A dónde ha ido a parar la Europa de las almas? ¿Almas? Quién hable hoy de almas es considerado, como poco, un bicho raro, un casi patológico caso de cohetería espiritual.
A todo ello, a todo este descabellado desbarajuste moral, han contribuido funestos zetapés, pero también sus sibilinos predecesores y los que rentablemente les han bailado el agua en asesorías, columnas y comentarios, y se la siguen bailando, cobrando, naturalmente –la pela es la pela–, no sólo en dólares bolivarianos, y considerando prohombres egregios a sujetos y sujetas verdaderamente indeseables; catedráticos de pitiminí, jueces a los que, como dice Luis del Val, lo menos que se les debería exigir es que «tuvieran un mínimo de sentido común y, de paso, si supieran algo de Derecho, pues mejor», intelectuales e hijos de intelectuales que, si viviera su padre, se le caería la cara de vergüenza al ver lo que escriben, por ejemplo, sobre el Papa, en El País, no faltaba más…
Pero… estamos en Carnaval, y por consiguiente no deja de haber excesos, y toda la escuálida galería de la estupidez humana no sólo tiene cabida, sino que es bienvenida y celebrada, especialmente cuando se trata, como explican los sociólogos, de desvergonzados y creativos exhibicionistas de lenguaje soez y descarado, aplaudidos por una legión de disminuidos mentales pendientes de sus cremas, de sus gafas reflectantes y de los decibelios de su murga tribal, vagos de solemnidad todos ellos, niñatos y niñatas consentidos cantamañanas de papá y mamá, orgullosísimos de que sus retoños ya conviven en un piso sin hipoteca, claro, que para eso su padre, uno de los últimos linces ibéricos, ya se ocupó de viajar oportunamente a Suiza y Andorra para que no haya problemas. Y ahí tienen al de la coleta proclamando ufano: No creáis a los que os hacen promesas. Yo os prometo… O al que, inmediatamente después de contar que este Papa no quiere castas, cuenta que un, para su gusto, selecto grupito de cardenales han creado el cenáculo del Papa…