Enviados a un mundo con nostalgia de Dios - Alfa y Omega

Enviados a un mundo con nostalgia de Dios

Siempre ha sido un signo luminoso para el mundo el testimonio de comunión. En medio de una cultura que ensalza el individualismo y la autosuficiencia, se vuelve más urgente

José Cobo Cano
El cardenal Cobo y los tres obispos auxiliares concelebran la Eucaristía
El cardenal Cobo y los tres obispos auxiliares concelebran la Eucaristía. Foto: Archimadrid.

Homilía de la fiesta de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, en el monasterio de las Oblatas de Cristo Sacerdote. 12 de junio

Sacerdotes. Religiosas y amigos de esta casa y esta fiesta. Hoy nos sentimos una vez más pueblo sacerdotal por la unción del Espíritu en el Bautismo, que participa del sacerdocio de Cristo. Y eso nos congrega de forma especial. Un año más, en este lugar de tantas resonancias para muchos sacerdotes de nuestra diócesis, celebramos la fiesta de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote. Una ocasión privilegiada para agradecer y profundizar en nuestro sacerdocio, mirando a Jesucristo, nuestro modelo y guía, de quien participa nuestro ministerio y el sacerdocio del pueblo de Dios.

La Palabra de Dios hoy nos ilumina, como cada día, para que podamos celebrar nuestra participación en la ofrenda de Cristo. El texto del Evangelio de Juan que hemos proclamado inicia la oración sacerdotal de Jesús. Jesús se dirige al Padre y ruega por aquellos discípulos que le acompañaban aquella noche y por los futuros, por nosotros, sacerdotes y bautizados de este momento de la historia. Escuchamos esta oración como un momento donde Jesús abre el corazón y nos permite contemplar su intimidad con el Padre, en esta hora definitiva de su entrega, donde nos presenta a nosotros como pueblo unido a Él.

«Padre, glorifica a tu Hijo»

Llega la hora en que se revela la gloria de Dios; aquella hora que Jesús anunció al decir a su madre, en Caná: «Mujer, todavía no ha llegado mi hora». (cf Jn 2, 4). Llega la hora en que Cristo da gloria al Padre y el Padre glorifica al Hijo. Una gloria que se va a revelar en la cruz, en la desolación y en la soledad.

En esa hora Cristo, sumo y eterno Sacerdote, se ofrece al Padre como víctima. La cena y la cruz se unen, y en la humillación se revela el corazón misericordioso de Dios.

Pero es aquí donde aprendemos a contemplar, de un modo definitivo, el amor misericordioso de Dios, su nombre y su verdadera gloria. Cuando la lanza se clava en el pecho de Jesús, se hace símbolo de las injusticias humanas, de tanta tortura, de tanto pecado y, Jesús, hecho pecado, desvela su Corazón, el amor fiel, su gloria. Así la carta a los hebreos nos presenta a un Jesús Sacerdote «misericordioso y fiel».

«Por eso tuvo que parecerse en todo a sus hermanos para ser sumo Sacerdote misericordioso y fiel […] habiendo sufrido la tentación puede auxiliar a los que son tentados» (cf. Hebr 2, 16-18). Aquí radica la eficacia salvadora del ministerio de Cristo sacerdote: en su debilidad que se muestra en el límite de la cruz.

También nosotros estamos envueltos en debilidades para que se muestre que la fortaleza está en Cristo. Jesús sufrió la debilidad, se encarnó y tomó la condición humana, para acercarse a todo sufrimiento. Nuestra experiencia de sentirnos débiles y frágiles hace a nuestro sacerdocio vulnerable, capacitándonos para sentir compasión y ternura en medio de nuestro pueblo, que en tantas ocasiones sufre y experimenta la oscuridad y la desesperanza. La debilidad de cada bautizado es la grieta por donde aparece también la luz del resucitado.

«Yo los envío al mundo»

Por eso nuestra debilidad, queridos amigos, es ocasión para profundizar en la relación confiada con Dios, para que se manifieste que es Él quién nos sostiene, nos anima y es fuente de los frutos de nuestro trabajo pastoral.

Jesús ruega al Padre, en esta oración sacerdotal, por todos nosotros cuando nos ha confiado su misión, la misma misión que el Padre le ha encomendado a Él: «Como tú me enviste al mundo, así yo los envío también al mundo». Sí, somos elegidos y enviados con una misión común a un mundo, a una sociedad que, sin ser consciente de ello, tiene nostalgia de Dios, sed de una esperanza definitiva y un sentido de la vida, nostalgia de un Padre en quien confiar, de un Padre que les abra horizontes de una fraternidad universal.

Nuestra misión será, muchas veces, ayudar a despertar de esa nostalgia interior y saciarla con el anuncio de un Padre en quien se puede esperar, y con el amor de tantos hermanos a quienes ofrecer ese amor.

Vivimos tiempos nuevos, una época que nos exige creatividad pastoral y apertura al Espíritu, que hace nuevas todas las cosas. Como pocas veces, necesitamos situarnos juntos con mirada nueva para afrontar los retos de evangelización, de organización del clero en una diócesis en crecimiento, de formación del laicado.

Numerosos sacerdotes de la archidiócesis participan en la celebración
Numerosos sacerdotes de la archidiócesis participan en la celebración. Foto: Archimadrid.

No tengamos miedo de cruzar hacia «la otra orilla», enfrentando los desafíos culturales y los nuevos interrogantes de hombres y mujeres de nuestro tiempo. Escuchemos sus preguntas y dudas sin prisas, con respeto, evitando respuestas simples o superficiales. Acojamos sus experiencias —a veces dolorosas— y sus heridas aún abiertas. Acompañémoslos en sus procesos personales y ofrezcámosles comunidades donde puedan sentirse acogidos y acompañados. Y recemos por ellos.

Como estamos afrontando en la diócesis y comenzaremos el curso próximo, sabéis bien lo necesarios que son estos procesos catecumenales para los adultos y la implantación del catecumenado de adultos para los que, cada vez en mayor número, se acercan como peregrinos en busca de ese «algo más» que sacie su sed de plenitud.

«Que todos sean uno»

Queridos amigos, Jesús hace al Padre una petición: que todos seamos uno. Jesús muere en la cruz para que sea posible la reconciliación de la humanidad con Dios y entre los hombres; para que se restablezca el plan de Dios desde el inicio: la comunión de amor con Dios y con el hermano, que el pecado rompió. Desde entonces el individualismo, el egocentrismo se instaló en el corazón humano y continúa resonando en la historia el eco de aquellas palabras: «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?». Dios quiere que, efectivamente, sigamos siendo guardianes de nuestros hermanos, sean como sean, y cuidadores de los prójimos que están descartados en los caminos de nuestra sociedad.

En este horizonte de salvación se enmarca esta oración de Jesús. Pide la unión de los bautizados y la comunión entre nosotros los sacerdotes. Una comunión que tiene como modelo la relación en la Trinidad: «Que sean uno como tú, Padre, en mí, y yo en ti»; y como motivación: «Para que el mundo crea que tú me has enviado».

No sé, queridos amigos, si siempre caemos en la cuenta de la exigencia de estas palabras que salen del corazón de Cristo, en la noche de la última cena: el modelo de comunión, la trinidad; y la motivación: que el mundo crea. No puede estar más en el centro de nuestra fe y de nuestro ministerio que se ha de desplegar en cada día y en cada decisión.

Siempre ha sido un signo luminoso para el mundo el testimonio de comunión entre los bautizados, y un consuelo profundo para el pueblo fiel la unidad de sus pastores. Pero hoy, en medio de una cultura que ensalza el individualismo, la autosuficiencia y la autonomía absoluta, este testimonio se vuelve aún más urgente y necesario.

En este momento podemos casi escuchar la oración de Jesús al Padre, esa súplica ardiente que brota de lo más hondo de su corazón: «Que todos sean uno». Y sentimos el deseo de unirnos a su voz, de hacer nuestra su oración. Pero esto no es solo repetir palabras: implica dejarnos tocar por ellas, acogerlas con sinceridad y dejar que examinen nuestra vida, nuestras actitudes, nuestros gestos cotidianos.

Eso supone examinar también nuestras actitudes y nuestros comportamientos que escandalizan a veces al pueblo creyente porque, según las mismas palabras de Jesús, son impedimento para que muchos crean que Dios ha enviado a Jesucristo para salvarnos.

Nuestro pueblo espera que acojamos estas palabras del testamento de Jesús y superemos aislamientos, protagonismos, narcisismos y desunión para sentir juntos la Iglesia diocesana, para comprometernos con los proyectos comunes de la diócesis, acogiendo y respetando las diferencias, integrando la diversidad en el vínculo sacramental del presbiterio, que se alegra en la fraternidad sacerdotal.

Pidamos la gracia de caminar unidos en estos tiempos nuevos que exigen cambios de mirada y nuevas formas de estar en las comunidades, siendo menos sacerdotes, pero respondiendo juntos a la única misión de Cristo.

Nos alegramos de celebrar juntos esta fiesta de Jesucristo sumo y eterno Sacerdote. Gracias por vuestras vidas llenas de deseos de ser «fieles y misericordiosos» sacerdotes, imitando en vuestro ministerio a quien nos ha elegido y enviado al mundo a anunciar su nombre y su gloria.

Gracias por sentiros vivos en este sacerdocio del que el Bautismo nos hace parte. Gracias, queridas hermanas; nos sentimos privilegiados por estar acompañados por la oración y la ofrenda de vuestra comunidad que ruega al Padre con Jesús por nuestro presbiterio. Nos sentimos agradecidos y deudores. Solo Jesús, el eterno Sacerdote, os podrá pagar esta vida entregada que nos amasa juntos.