Desde este día os debéis en amor a Jesucristo y a su Iglesia, sin divisiones - Alfa y Omega

Desde este día os debéis en amor a Jesucristo y a su Iglesia, sin divisiones

Hemos sido llamados para servir al pueblo de Dios. Vuestro lugar está en medio de la gente, le pertenecéis. Esto os llenará de felicidad, porque hay más felicidad en dar que en recibir

José Cobo Cano
El arzobispo de Madrid abraza a uno de los neopresbíteros
El arzobispo de Madrid abraza a uno de los neopresbíteros. Foto: Archimadrid / Ignacio Arregui.

Homilía en las ordenaciones presbiterales. Sábado 24 de mayo, catedral de la Almudena

Un saludo muy especial a vosotros, queridos diáconos, que vais a ser ordenados esta tarde presbíteros por la imposición de mis manos y la unción del Espíritu Santo en este tiempo de Pascua. Hoy, como ayer, la Iglesia «elige a algunos para enviarlos», como nos dice la primera lectura. Hoy nos sentimos Iglesia que envía y es capaz de ver lo que significa el gozo de Cristo resucitado por medio de cada uno de vosotros.

En esta catedral, esta tarde percibimos la alegría de todos por lo que ocurre a todo el cuerpo de Cristo, porque once nuevos hermanos van a «entregar sus vidas al nombre de Nuestro Señor Jesucristo», para servir al pueblo santo de Dios que camina en nuestra diócesis. Es el amor de Dios el motor de este milagro, como hemos escuchado en el Evangelio.

Acabáis de ser llamados por vuestros nombres, un nombre que ha resonado en la catedral y que expresa la llamada del Señor, por medio de la Iglesia, a cada una de vuestras vidas. Es la misma llamada gratuita que estremeció a los profetas, que arrancó de sus redes a los apóstoles para que, dejándolo todo, siguieran al Señor por puro amor.

Una llamada de amor. Ha sido una llamada por vuestro nombre. Llamada acogida y discernida comunitariamente en estos años de preparación en el Seminario con vuestros formadores, compañeros y con el pueblo de Dios que os ha ido acompañando y configurando.

«¡Presente! Aquí estoy, Señor», ha sido vuestra respuesta confiada; una respuesta que también ha sonado ante el pueblo de Dios. Pero no es nueva, se ha ido labrando lentamente. En ese «¡presente!» ofrecéis toda vuestra persona al ministerio, lo que sois y tenéis, vuestras fortalezas y también las debilidades. Ya no os pertenecéis, el Señor y la Iglesia toman posesión de vuestras personas y vuestras vidas.

Recordad siempre que desde este día os debéis en amor a Jesucristo y a su Iglesia, sin divisiones. A Jesucristo y a ese pueblo sencillo y fiel del que habéis salido y al que seréis enviados. Al que acompañaréis y os acompañará para edificar juntos la comunidad cristiana, el cuerpo de Cristo.

Este es el camino de la santidad sacerdotal: perteneced cada día más a Jesucristo, dejando que vuestras vidas palpiten con sus mismos sentimientos: amor abierto siempre a la voluntad del Padre, ternura y compasión a los que se os envía, especialmente a los más pobres y necesitados, a los que sufren en el cuerpo y en el espíritu, los preferidos de Jesús. Guardar todos los días de vuestra existencia esta «palabra» de amor que habéis dado y que queda grabada en el pueblo de Dios.

Pero recibid al tiempo la respuesta que Cristo os da. Si decís «presente», Cristo responde: Yo también estoy con vosotros. Habitaré en vosotros. Yo también estaré presente siempre por medio de los sacramentos, por medio del pueblo de Dios, por medio de los más pobres. Yo estaré presente para siempre.

La presencia de Dios estará siempre en vuestra vida por medio del misterio del Espíritu Santo —el Paráclito prometido— que os irá enseñando y recordando todo lo que encierra, transformando actitudes, comportamientos, relaciones, estilos de vida que os constituirán existencialmente en servidores de Jesucristo.

Queridos amigos, dentro de un momento vais a expresar vuestra disponibilidad para «ser buenos colaboradores del orden episcopal», y en la oración de consagración pediré al Señor que seáis una «ayuda sincera» para mi ministerio: «Para apacentar el rebaño del Señor, y para que la palabra del Evangelio llegue a todos los pueblos y formen el pueblo santo de Dios».

Hemos sido llamados por el Señor para ser enviados para servir al pueblo de Dios. Vuestro lugar está en medio de la gente, le pertenecéis. Estad seguros, esto os llenará de felicidad, porque hay más felicidad en dar que en recibir (Hechos 20, 35).

Cultivar esta acogida y cercanía con el pueblo de Dios imitando a Jesús que «los evangelios lo presentan constantemente a la escucha de la gente que se le acerca por los caminos de Palestina» (DEC 11). Hombres y mujeres, judíos y paganos, doctores de la ley o publicanos, justos y pecadores, mendigos, ciegos leprosos o enfermos. Jesús no despide a nadie, sino que se detiene a escuchar y entablar un diálogo con todos.

Ese es el encargo que recibimos del Señor: que todos puedan recibir el anuncio de la Buena Noticia de Jesús, que celebréis los sacramentos como fuente de vida, y que cada bautizado descubra su vocación y su puesto en la Iglesia, que cada comunidad sea conducida a la madurez. No tengáis miedo, que no se acobarde vuestro corazón. La llamada del Señor es garantía de la permanencia de su amor y en Él tenemos el ánimo y la fortaleza en la dificultad.

Se nos hace pastores que saben de ovejas que no están, pero que son invitadas también a ser del rebaño. Y les invitan a sentarse en torno a una mesa preparada donde no se reservan los primeros puestos, donde se lavan los pies y se habla el idioma del amor que todos, aun los diferentes en raza y cultura, entienden. Pastores en tiempos nuevos para no repetir esquemas, sino dar respuestas pastorales nuevas a tiempos y desafíos nuevos.

Después de la imposición de mis manos, los sacerdotes del presbiterio os impondrán también sus manos. Un signo elocuente de que, desde el momento de la ordenación, formáis parte del cuerpo sacerdotal del presbiterio de esta diócesis. Ni habéis caminado solos hasta ahora, ni en el futuro caminaréis por cuenta propia. Se os da fuerzas para no apropiaros de la misión ni del pueblo al que servís, ese no es el camino del amor.

Caminamos juntos, en sinodalidad, constituyendo con el obispo el único presbiterio (cf. LG 12), y así, unidos con todos los presbíteros en el vínculo sacramental, colaborar en el acompañamiento y cuidado del pueblo de Dios.

Sed constructores de comunión, «que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno» (Papa León XIV, homilía del 18 mayo). El pueblo de Dios espera de nosotros el testimonio de la unidad y la comunión, la comprensión y la armonía entre sus sacerdotes.& Y tened en cuenta que este pueblo de Dios no entiende y se escandaliza ante las críticas y las incomprensiones de los hermanos sacerdotes.

La comunión no es exigencia de homogeneidad, ni pensamiento único, sino la acogida del otro como capaz de ser portador de verdad. Así la comunión del presbiterio será un signo para nuestras comunidades y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo: «Padre, que sean uno para que el mundo crea que Tú me has enviado» (cf. Jn 17, 21-23). Necesitamos expresiones espirituales y formas pastorales nuevas que expresen esta comunión.

El texto del Evangelio de Juan de este domingo VI del tiempo de Pascua nos habla de la promesa de Jesús del Espíritu Santo que el Padre nos envía para que nos haga comprender lo que no hemos entendido. Es la fuente de donde brota la unción con la que vais a ser consagrados. Es el mismo Espíritu con que el Padre ungió al Hijo, y con el que fuimos ungidos en el Bautismo y en la Confirmación. Y el mismo Espíritu que imprime esa huella indeleble en vuestro corazón cuando pidamos al Padre en la oración consacratoria «que renueve en vuestros corazones el Espíritu de Santidad».

También vais a prometer que os dejaréis guiar por ese mismo Espíritu en la tarea de apacentar el rebaño. De aquí la necesidad de escuchar y discernir su voz invocando su luz para que, junto con el pueblo de Dios. No olvidéis que sois llamados a una misión que no es nuestra, ni debemos apropiarnos de ella.

Necesitamos juntos aprender a «escuchar y discernir la voz del Espíritu», y enseñar a muestras comunidades parroquiales esta práctica espiritual que hay que vivir en la fe y la confianza en el Señor (cf. DF 82) y así, ayudareis, como savia nueva, a impulsar una cultura de discernimiento eclesial para la misión en nuestra diócesis (cf. DF 86).

Hoy el amor que nos habita se nota en la alegría. Alegría que ve en vuestras caras y en vosotros amigos: queridas familias, amigos, hermanos y hermanas. Es el gozo de la Pascua del Señor, que contagia y se hace agradecimiento. Gracias por vuestra generosidad y amor.

Es el momento de preguntarnos cada uno y cada una, de la mano de nuestros amigos, de estos que han respondido: ¿cuál es mi llamada? ¿No estaré llamado desde mi Bautismo a responder ya de forma nueva y plena? Es tiempo de respuestas para todos y para poder ser habitados por ese amor que siempre es salida de uno mismo para encontrar la verdadera alegría.

Gracias a todas las comunidades parroquiales y grupos que habéis acompañado estos años a estos nuevos sacerdotes, y que les seguiréis acompañando con vuestra acogida, afecto y oración. Estos son los que os regala el Señor, os pertenecen y ellos se entregarán a esta comunidad diocesana sin mirar hasta dónde.

En este momento solemne y alegre tengamos un recuerdo agradecido a los sacerdotes que os acompañan, a los que han estado ahí y a los más ancianos por su testimonio largo y profundo de vidas sacerdotales gastadas y desgastadas sirviendo al pueblo de Dios.

Que la Virgen de la Almudena, madre y discípula os abrace para ser sacerdotes para todos bajo su mirada sencilla y acogedora a todos.

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