Eran esos tiempos en que el inconformismo y la esperanza recorrían aquella sociedad del bienestar levantada por Europa sobre las cenizas materiales y morales de 1945. Ni el descontento tenía el tinte de desesperación que canceló el espíritu de tantos hombres tras la Gran Guerra, ni la esperanza se cubría con la mugre utópica que prescindía del respeto a la condición sagrada del individuo. Algunos espíritus inquietos descubrieron en esos años al Marx de los Manuscritos de París, redactados por un filósofo recién doctorado que pensaba más en la necesidad de eliminar la alienación laboral y devolver su carácter esencialmente humano al trabajo, que en realizar la fría contabilidad de la plusvalía y planificar la violencia ineludible para lograr la transformación del mundo. Importaba más el hombre que la clase social. Poco tenían que ver aquellos textos con las doctrinas que habían sustentado las estrategias reformistas o revolucionarias del movimiento obrero.
Junto a estos revisores de una tradición arrinconada por la momificación de Marx en el museo de los horrores estalinista, se alzaron los cristianos más despiertos, enarbolando en el personalismo y en las encíclicas de Juan XXIII una nueva perspectiva justiciera frente a la autosatisfacción materialista y el hedonismo exterminador. Los sesenta fueron años de crecimiento económico y progreso técnico, pero también de severas advertencias de los jóvenes que no habían vivido la tragedia de la guerra mundial, y le exigían a nuestra cultura que diera muestras de su propia coherencia humanista.
En la España en la que cada día clamaban más voces por la reconciliación, aquellos debates entraron en círculos reducidos, pero influyentes. De todo lo que llegó de la febril Europa, vale la pena recordar la entonces obligada elección entre Albert Camus y Jean Paul Sartre, lo que significaba tomar partido por la rebeldía o preferir la revolución. Esa sutil distinción lanzada por Camus y que dio título a su célebre ensayo El hombre rebelde, tenía ya algunos años cuando pudo ser comprendida a fondo en España y cuando adquirió una tensión propia en los conflictos ideológicos de la oposición al régimen de Franco.
Camus había muerto demasiado joven, en 1960, tres años después de la concesión del Premio Nobel de literatura, en un accidente de automóvil. Sartre recibió y rechazó la misma distinción en 1964. Diez años atrás, al frente de Les Temps Modernes había tratado de destruir la reputación de Camus que denunciaba el sucio despliegue de la revolución en la historia corrompiendo la pureza generosa del hombre rebelde. Ese hombre era el ser libre, inconformista, que negaba cualquier compromiso con la esclavitud ajena, que rechazaba toda coartada de la opresión y reivindicaba la sangre de los inocentes vertida en nombre de las grandes causas sin más espíritu que la ambición de poder.
Con socarrón desprecio, una vez decidió Camus que la amistad entre ambos era ya imposible, Sartre le recordó la obligación de escoger uno de los dos campos enfrentados en la Guerra Fría. Cuando falleció su oponente, el autor de La náusea le rindió un sobrio homenaje, haciendo de Camus el mejor exponente de la tradición de los moralistas franceses. No le faltaba razón. Camus había impuesto en la conciencia de la tragedia del siglo XX el vigor del hecho moral, las preguntas que debemos hacernos sobre los límites de nuestra conducta. Y había proclamado con rotundidad el fracaso de todas las corrientes revolucionarias al tratar de combinar la sed de poder y la lógica de la dominación con la condición rebelde del hombre, de su libertad frente a la marcha impasible de la historia. La acusación de equidistancia disparada contra Camus, por referirse a las manos manchadas de sangre de quienes legitimaran la violencia en nombre de cualquier causa, no podía ser más injusta. Cruel paradoja la de tildar vejatoriamente de neutral a quien antes no había dudado en arriesgar su vida en la Resistencia contra los nazis.
La rebeldía o la revolución. Esa era la elección de quienes no se conformaban con la España del «milagro económico». O Camus, o Sartre. Por entonces, la mayor parte de los requeridos a esta selección se quedaron con Sartre. Quizás no tenían la madurez, la experiencia, la crítica de sus propias tradiciones vencidas en la guerra civil para comprender la profundidad de Camus. Quizás no estaban tan dispuestos como creían a nadar contra la corriente. Porque en aquellos años, había que tener mucho valor para aceptar la andanada de reproches lanzados por Camus contra las presuntuosas actitudes de superioridad moral de la izquierda comunista. Pero, sobre todo, había que tener mucho coraje intelectual para lanzar ese grito solitario y solidario en medio del abrumador oportunismo de los dos bloques de poder en el mundo. Había que tener una especial entereza para no aceptar las trampas ideológicas de unos y de otros.
Mucho tiempo después, le llegó a Camus la hora de su reivindicación, cuando esa historia universal que había denunciado acabó dándole la razón. En efecto, el siglo XX fue el siglo del miedo, no por la capacidad de terror que generó, sino por la complicidad de tantas generaciones de escritores, artistas y filósofos con esa revolución que amputaba la rebeldía del hombre ante un mundo injusto. Y en la España en la que se agrupaban quienes buscaban recuperar la convivencia perdida, la elección correcta era la del sueño de Camus. Ese individuo esperanzado, insobornable, que entendía la historia como fruto de la libertad y no como todo lo que ocurría a costa de la plena realización del hombre. En esa España que despertaba, la protesta del autor de La peste, un agnóstico desengañado de la revolución, se fundió, en un portentoso cruce espiritual, con la denuncia permanente de los cristianos que se preguntaban, con esperanza y angustia, dónde había estado Dios en la insondable tragedia del mundo moderno.
Fernando García de Cortázar / Domingos con Historia en ABC