En la cárcel está mi catedral - Alfa y Omega

En la cárcel está mi catedral

El Papa calificó, el sábado, de «testigo de la esperanza» y «ministro de la misericordia de Dios» al cardenal Van Thuân, a quien el régimen comunista de Vietnam mantuvo preso, en durísimas condiciones, durante 13 años. Ha concluido la fase diocesana del proceso de canonización de quien fue obispo de Saigón, y, tras su exilio forzado, Presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz. Su testimonio emerge ahora como uno de los más sugestivos y alentadores en la Iglesia del siglo XX. Él mismo resumía así aquella experiencia martirial en su libro Cinco panes y dos peces:

Francisco Xavier Nguyên Van Thuân
El cardenal Van Thuân, en febrero de 2002, pocos meses antes de fallecer, es entrevistado por el director de Alfa y Omega.

Me llamo François Xavier Nguyên Van Thuân y soy vietnamita. En Tanzania y en Nigeria, los jóvenes me llaman Uncle Francis; es más fácil llamarme Tío Francisco o, simplemente, Francisco.

Hasta el 23 de abril de 1975 fui, por ocho años, obispo de Nhatrang, en el centro de Vietnam, la primera diócesis que me fue confiada, donde me sentía feliz, y para la cual conservo siempre mi predilección. El 23 de abril de 1975, Pablo VI me promovió a arzobispo coadjutor de Saigón. Cuando los comunistas llegaron a Saigón, me dijeron que mi nombramiento era fruto de un complot entre el Vaticano y los imperialistas para organizar la lucha contra el régimen comunista. Tres meses después, fui llamado al palacio presidencial para ser arrestado: era el día de la Asunción de la Santísima Virgen, 15 de agosto de 1975.

(…) Una noche vino la luz: Francisco, es muy simple, haz como san Pablo cuando estuvo en prisión: escribía cartas a varias comunidades. La mañana siguiente, en octubre de 1975, hice una señal a un niño de siete años, Quang, que regresaba de la Misa a las 5, todavía oscuro: Dile a tu mamá que me compre bloques viejos de calendarios. Muy entrada la tarde, también en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios, y todas las noches de octubre y noviembre de 1975 escribí a mi pueblo mi mensaje desde la cautividad. Cada mañana, el niño venía a recoger las hojas para llevarlas a casa y hacer que sus hermanos y hermanas copiaran el mensaje. Así se escribió el libro El camino de la esperanza, publicado ya en ocho idiomas: vietnamita, inglés, francés, italiano, alemán, español, coreano y chino.

(…) Mientras me encuentro en la prisión de Phú-Khánh, en una celda sin ventana, hace muchísimo calor, me sofoco, siento disminuir mi lucidez poco a poco hasta la inconsciencia; a veces, la luz permanece encendida día y noche; a veces, siempre está oscuro; hay tanta humedad que crecen los hongos en mi lecho. En la oscuridad vi un agujero en la parte baja del muro -para hacer correr el agua-: así pasé más de cien días, por tierra, metiendo la nariz en este agujero para respirar. Cuando llovía, subía el nivel del agua, y entonces entraban por el agujero pequeños insectos; pequeñas ranas, lombrices y ciempiés entraban desde fuera; los dejaba entrar, ya no tenía fuerza para echarlos fuera.

Escoge a Dios, y no las obras de Dios: Dios me quiere aquí y no en otra parte. Cuando los comunistas me metieron en el fondo del barco Hâi-Pông con otros 1.500 prisioneros, para transportarnos al norte, viendo la desesperación, el odio, el deseo de venganza sobre las caras de los detenidos, compartí su sufrimiento, pero rápidamente me llamó otra vez esta voz: Escoge a Dios y no las obras de Dios, y yo me decía: «De veras, Señor, aquí está mi catedral, aquí está el pueblo de Dios que me has dado para que lo cuide. Debo asegurar la presencia de Dios en medio de estos hermanos desesperados, miserables. Es tu voluntad, entonces es mi elección».

Llegados a la montaña de Vinh-Phû, al campo de reeducación, donde hay 250 prisioneros, que en su mayoría no eran católicos, esa voz me llama de nuevo: Escoge a Dios y no las obras de Dios. «Sí, Señor, Tú me mandas aquí para ser tu amor en medio de mis hermanos, en el hambre, en el frío, en el trabajo fatigoso, en la humillación, en la injusticia. Te elijo a Ti, tu voluntad, soy tu misionero aquí». Desde ese momento, me llena una nueva paz y permanece en mí durante 13 años. Siento mi debilidad humana, renuevo esta elección ante las situaciones difíciles, y nunca me falta la paz. Cuando digo: Por Dios y por la Iglesia, me quedo en silencio, en presencia de Dios, y me pregunto honestamente: «Señor, ¿trabajo sólo por Ti? ¿Eres siempre el motivo esencial de todo lo que hago? Me avergonzaría admitir que tengo otros motivos más fuertes».