En esta era es urgente cuestionarse - Alfa y Omega

En esta era es urgente cuestionarse

Solemnidad de san Pedro y san Pablo, apóstoles / Mateo 16, 13-19

Lidia Troya
'Entrega de las llaves a san Pedro'. Pietro Perugino. Capilla Sixtina.
Entrega de las llaves a san Pedro. Pietro Perugino. Capilla Sixtina. Foto: Wikimedia Commons / Erzalibillas.

Evangelio: Mateo 16, 13-19

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: 

«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». 

Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

Comentario

Nuestra existencia está tejida de preguntas que van más allá de lo intelectual. Son verdaderas interpelaciones que nos empujan a enfrentarnos a nuestra vulnerabilidad, a buscar significado y a forjar nuestra identidad. En un mundo dominado por «lo igual» y los algoritmos, que solo nos muestran lo que nos gusta y confirman lo que ya creemos, cuestionarse se vuelve urgente. Como señala Hannah Arendt, «quien duda no se retrasa, sino que se atreve a tomarse en serio las preguntas. Dudar es una forma de responsabilidad ética». Interrogarnos es, por tanto, vital para no convertirnos en meros consumidores, ni siquiera de la fe.

El Evangelio de Mateo nos presenta esta dinámica de interpelación radical. Jesús, en el camino hacia Cesarea, lanza a sus discípulos la pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Y, acto seguido, eleva la apuesta, la personaliza, la hace íntima y urgente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Esta segunda pregunta no es una simple duplicación, sino una invitación audaz a pronunciar nuestra respuesta personal. No basta con recitar lo aprendido o acumular conocimientos. Elaborar esta respuesta no es un salto en el vacío, pero exige permitirse no saber del todo, atreverse a dudar y dejar que la pregunta nos habite.

En un momento de lucidez, Simón Pedro confiesa: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Lo tiene claro —al menos en este pasaje—. Esta no es una afirmación doctrinal, sino un reconocimiento existencial y transformador. Para los discípulos esta confesión era desafiante, ya que la figura de Jesús —un judío marginal que dignificaba a los excluidos y desafiaba las estructuras de poder opresoras— contrastaba radicalmente con la expectativa de un Mesías rey, soberano y triunfante.

Tras la confesión, Jesús pronuncia las palabras que, con cierta controversia exegética, han sentado las bases de la autoridad del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Sin embargo, no podemos caer en la tentación de limitar a Dios a los confines de la Iglesia oficial, sus ritos o jerarquías. Aunque la tarea de la interpretación de la revelación se ha de regir por la fe normativa, no se puede expulsar lo distinto ni subestimar otras expresiones del Espíritu en la rica diversidad de la experiencia creyente. El mensaje de Jesús trasciende cualquier frontera institucional, revelando un Dios accesible para todos, presente en cada persona —especialmente en los más necesitados y vulnerados— y en cada acto de amor. 

En definitiva, confesar a Jesús como Mesías e Hijo del Dios vivo nos exige una revisión continua, individual y colectiva, de nuestra forma de ser Iglesia y de habitar el mundo, siempre en consonancia con su ejemplo. La realidad de Jesús desborda los títulos que intentan definirlo. Por ello, la pregunta central del Evangelio sigue viva, invitándonos a amar las preguntas mismas, a vivir en su misterio y a dejarnos guiar hacia nuevos interrogantes: ¿Nos atrevemos a ir más allá de lo aprendido para forjar una respuesta personal a las preguntas que nos interpelan, o nos frena la inercia a abrazar la incertidumbre de la búsqueda? ¿Nos impide la exclusividad institucional reconocer la presencia de Dios en la cotidianidad o fuera de nuestra «homogeneidad» religiosa? ¿Qué imágenes de Dios nos impiden ver que el discipulado de Jesús busca una vida plena y dichosa para todos?