En el lugar del Encuentro, con los peregrinos. Lo que necesitábamos oír - Alfa y Omega

En el lugar del Encuentro, con los peregrinos. Lo que necesitábamos oír

«Un amigo es aquel que te canta la canción que hay en tu corazón, cuando tú has olvidado la letra»: así decía una conocida canción hace años. El viaje del Papa a España en estos tiempos de incertidumbre ha sido eso, precisamente: la visita de un amigo que ha venido a recordarnos que la familia es el inicio del amor y de la dicha

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

Nada más llegar a Valencia se podía respirar un ambiente de fiesta. El carácter alegre de los pueblos bañados por el Mediterráneo saludaba a los visitantes con banderas blancas y amarillas, por todas partes, algunas con crespones negros por las víctimas del accidente del Metro –la alcaldesa de la ciudad, doña Rita Barberá, señaló en estos días: «Agradecemos a las familias del mundo que vengan a acompañar a las familias de Valencia en este momento»–; también había banderas de España y del Vaticano, y banderolas colgadas de las farolas, con las siglas CV (Ciudad de Valencia, Comunidad Valenciana, Ciudad del Vaticano… y hasta el lema del escudo del Papa: Cooperador de la Verdad).

El sábado por la tarde, la celebración de la Vigilia estuvo precedida de innumerables vivas al Papa, cada vez que la imagen de Benedicto XVI aparecía en las pantallas diseminadas por toda la ciudad. A medida que uno se acercaba al meollo del Encuentro, podía ver a multitud de personas esperando en las avenidas, sobre el césped o sobre las aceras, cantando o buscando el cobijo de una sombra. El calor, sofocante; la humedad, altísima. El gorro, en la cabeza; y el agua, imprescindible. El tono que daba color a las calles era, sobre todo, el amarillo, que encabezaba un desfile multicolor de gorras y mochilas, camisetas y banderas de todos los países del mundo, y de España. Niños corriendo por todas partes, a pesar del calor, bajo la mirada vigilante de sus padres; éstos, esperando el comienzo del Encuentro, dando vida a aquello que allí se celebraba; la luz en los ojos de los abuelos y las abuelas, la sonrisa fresca de quien recibe, después de años y años de experiencia, una especie de medalla al mérito, recibida en forma de la visita de un hombre venido de lejos, de parte de Dios; como un sello que premia toda una vida vivida para los míos, para los otros, una mano amiga en la espalda que dice Gracias.

Sombra, niños y abanicos

Al balcón de una terraza se asoma una familia, el padre sujetando en brazos a un bebé de pocos meses, que mira sorprendido el ir y venir de una multitud que celebra algo que él está destinado a vivir, que ya está viviendo. No puede ser de otra manera.

Como si el calor no hubiera hecho ya su parte, el ambiente se caldea aún más a partir de las ocho de la tarde, cuando el speaker comienza a corear el nombre del Papa desde el escenario, pidiendo la respuesta de la gente. A esta hora ya es difícil encontrar un trozo de hierba en las zonas más cercanas al Encuentro, y más difícil todavía es encontrar una sombra para resguardarse de un incansable sol de media tarde, que parece no querer marcharse para así poder participar, él también, en el Encuentro.

La música que acompaña las imágenes del Papa recorriendo las calles de la ciudad parecen extraídas de una película, y anuncian que algo emocionante está a punto de pasar. Cuando el papamóvil pasa a nuestro lado, por unos segundos se desata la locura. Un millar de manos apenas permiten atisbar la pequeña figura de un hombre humilde y tímido, y queda la sensación de que es una imagen irreal, engañosa, más cercana a un concierto de rock que a la celebración a la que estamos a punto de asistir. Las horas posteriores diluirán esta apariencia y serán sustituidas por la rotundidad de la verdad que nace de las palabras del Papa. Un millón de personas, bajo un cielo descubierto, abierto a la noche, serán testigos de ello.

Antes de la intervención del Papa, el realizador muestra en las pantallas las imágenes de multitud de niños, la mayoría de ellos cambiando aún los dientes, lo que da a su sonrisa una aspecto pícaro y despierto. Quizá no sepan, pero sí pueden intuir, la importancia de lo que allí están viviendo.

Comienza la celebración de la Vigilia. Los testimonios más aplaudidos son los del matrimonio que, tras haber perdido a su única hija, adoptó a cuatro hermanos huérfanos; y el del actor que protagonizó la versión italiana de Médico de familia («Si a mí me llaman el abuelo de Italia, el Papa es el abuelo del mundo»). El colofón de testimonios y actuaciones lo pone Montserrat Caballé cantando el Padrenuestro, con música de José María Cano; arranca los aplausos entusiastas de la gente, que corea: Be-ne-dic-to, y que sirve de prólogo a las palabras de Benedicto XVI.

«La familia tiene como obligación, en especial, transmitir la fe a sus hijos… La ética cristiana no ahoga el amor, sino que lo hace libre… Insto a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente de los hogares en paz… Los hijos tienen derecho a un hogar que tenga como modelo el de Nazaret… Los abuelos son la riqueza de las familias, un tesoro que no podemos arrebatar a las nuevas generaciones…». Fueron precisamente las palabras relativas a los más mayores, así como las dirigidas a los gobernantes, las que fueron recibidas con más entusiasmo por la gente.

El Papa se puso en pie, para rezar la oración del Encuentro Mundial de las Familias. Rompemos en aplausos tras recibir la bendición, y coreamos su nombre. La celebración acabó con un castillo de fuegos artificiales, signo del fuego que han dejado en el corazón las palabras del Santo Padre.

El domingo, en la Eucaristía

Al día siguiente, por la mañana, se repiten las mimas escenas que el día anterior: gente de aquí para allá buscando un sitio para poder seguir mejor la celebración, levando sillas, arrastrando niños aún somnolientos –muchas, pero muchas familias pasaron la noche allí mismo–. Al menos, a primera hora de la mañana, el calor concede algo de tregua. No la dan las mismas chicas que, incansables, cantan y corean el nombre del Papa una y otra vez.

Después de pasar Benedicto XVI en el papamóvil, todos comprueban la foto que han podido hacer con sus cámaras o con el teléfono móvil. Los que han dormido en el mismo lugar se reparten lo que queda del desayuno. En su carrito, Amaya, que no tiene más de dos años, aprovecha para dormir un ratito más; sus hermanos, para jugar y correr todavía más.

Ya comenzada la Eucaristía, las primeras palabras del Papa en su homilía arrancan los primeros aplausos. Igual que el día anterior, las palabras dirigidas a los abuelos fueron las más celebradas, junto a las que subrayaban que el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer –por dos veces, Benedicto XVI es interrumpido por los aplausos de la gente–. El Papa habla de enseñar a rezar a los hijos y de rezar con ellos; dice que los hijos no son sólo de los padres, sino también de Dios; que transmitir la fe a los hijos no es sólo un derecho, sino también un deber. Acaba su homilía hablando de María y del papel insustituible de las madres.

Los días vividos en Valencia dejan en la retina y en el recuerdo la sensación de que nos ha visitado un amigo; que no ha venido a leerle la cartilla a nadie, pero tampoco a especular ni a contemporizar. No se ha andado con paños calientes; ha llamado a las cosas por su nombre, ha recordado lo que es en verdad la familia, y que ésta no es una institución contra algunos, sino al contrario, es un ámbito de vida, creado para el bien de todos, algo que la misma experiencia no puede negar. El Papa sólo ha venido a repetirnos lo que necesitábamos oír.