Elogio de la cordura - Alfa y Omega

La diferencia entre discutir y dialogar reside en algo más perceptible que el nivel de decibelios. Esa diferencia está en que quien dialoga pretende decir algo, pero también espera la palabra del otro, espera acoger el mensaje de quien tiene enfrente pero con quien no está enfrentado. El verdadero diálogo se nutre del ir y venir de las ideas, de las propuestas, se alimenta del vaivén que requiere confrontar planteamientos diferentes, pero no excluyentes. Lo cierto es que el clima político de nuestras sociedades está más al servicio del grito y del insulto que del argumento y de la lógica. La sensación que eso puede producir en los ciudadanos no solo es de tristeza, sino, algo mucho peor, de desesperanza.

Nuestra forma de vida está capacitada para emprender y afrontar muchas dificultades. Los seres humanos nos hemos especializado en generar soluciones a problemas que nos sobrevienen y también a los que nosotros mismos generamos, pero para eso precisamos de una energía que se nutre de confianza, serenidad y hasta de una cierta generosidad. Pensar en una sociedad sin problemas acuciantes no solo es utópico, sino, sobre todo, poco realista. No estamos para cuentos de hadas, sino para afrontar con un mínimo de responsabilidad aquellas cosas que resultan absolutamente necesarias para que nuestra existencia sea digna de quienes somos.

Al parecer, se puede partir el mundo en dos mitades, cuya línea divisoria no es esa que dibuja el paralelo cero, eso que de niños denominábamos la línea del ecuador. Hoy el mundo se divide entre aquellas personas que pueden tener una vida buena en el lugar en el que nacieron y aquellas para las que eso de vivir en paz, trabajar, comer, vestirse, disfrutar de una vivienda, poder educar a sus hijos en libertad y otras minucias como estas resultan imposibles.

La i-lógica económica no puede jamás imponerse sobre un hecho tan aplastante como conmovedor. Hemos de recuperar la cordura y re-cordar —regresar al corazón— que eso que llamamos humanidad posee una dignidad inviolable, intrínseca, intransferible en todas y cada una de las personas que la componen. Esa cordura es la que nos ha de llevar a actuar y a reconocer que quienes consentimos que las cosas no cambien, quienes permitimos que se mantengan en nuestros estados políticas que segregan y condenan a quienes luchan por una vida digna, no solo somos unos insolidarios, sino que hemos perdido, además de la cabeza, el corazón.

La raíz de la solidaridad no está en el fruto que genera eso que podríamos llamar bienestar, sino en lo escondido. A ver si entre tantos gritos, entre tanta hipocresía de unos y otros, ya no se nos olvida que nuestro Padre ve en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará, hará de tu vida fraternidad, que es uno de los nombres más hermosos de la felicidad.