No cabía esperar algo distinto en un tiempo en el que la estética se ha convertido en gesto demagógico y lo ejemplar se ha rebajado a la condición de mensaje publicitario. El nuevo presidente del Gobierno ha hecho prometer su cargo sin la presencia del crucifijo, un rasgo ideológico fundamental del Ejecutivo sobrevenido gracias a la tormenta en la que vive España desde hace unos cuantos años. El mensaje ha golpeado donde siempre lo hace una izquierda adolescente y posmoderna, en lo que ella se empeña en denominar laicismo, cuando no es más que un iracundo y avejentado anticatolicismo. Una penosa seña de identidad que, paradójicamente, cabalga en una exaltada fascinación por místicas y rituales que manifiesten creencias religiosas distintas del cristianismo. Nada de laicismo, pues el único revisionismo que desea impulsarse, cuando la izquierda llega al poder, es el que se refiere a la identidad católica de nuestra nación y a la inserción de la cultura occidental en la huella del legado de Cristo.
Más allá de tanta letanía anticlerical, lo que desalienta es el silencio de los católicos, su terror a ser mirados como altaneros residuos del pasado tratando de proteger sus privilegios. El silencio en el lugar donde deberían estar nuestras palabras. Porque no hablamos, en absoluto, de confesionalidad del Estado, sino de saber si le corresponde a este impulsar la indiferencia cultural, el encogimiento de hombros ante el despojo creciente de una civilización, la insensata marginación de todo aquello que refuerza nuestra pertenencia a un universo de valores sobre los que se forjó España y sobre los que se constituyó la idea y la realidad de Occidente.
La cruz se ha apartado de los actos institucionales, con la excusa de no excluir ni ofender a quienes no se sienten vinculados a los símbolos del cristianismo. Como si la conciencia de cualquier español pudiera sentirse insultada por esa presencia de la cruz, mientras nada debería ofenderle cuando representantes de otras confesiones exhiben los signos de su fe en espacios públicos de representación, sin que ninguno de nosotros, los católicos españoles, haya mostrado la menor oposición a que ello suceda por no considerar que la manifestación de una creencia ponga en riesgo nuestras convicciones.
Ese espacio de libertad que defendemos en Occidente, como rasgo esencial de nuestra cultura, es también el de permitir la pluralidad y la convivencia. Pero nunca el de ser ajenos a nuestra propia historia y a aquel sistema de ideas y principios que continúa dándonos carácter y proporcionándonos una forma de existencia. A algunos habría que recordarles cuánto hay de cristianismo –y solo de cristianismo– en todas las tendencias de emancipación y justicia social que han ido brotando en nuestro mundo moderno, cuánto hay de inspiración evangélica en el respeto a la persona que sirvió de fundamento a los derechos humanos –del hombre universal– proclamados por la Ilustración.
Esa cruz que tanto molesta a algunos fue instrumento de suplicio para los marginados y los delincuentes que carecían de ciudadanía romana, para los esclavos y los humildes. Sin embargo, ese signo de terror y de muerte se convirtió en símbolo de esperanza, de redención y de vida eterna. Clavado en la cruz, Jesús culminó su vida de hombre y expiró tras un indecible sufrimiento para anunciar algo sobre lo que se ha constituido nuestra civilización durante 2.000 años: la igualdad, la fraternidad de quienes somos portadores de la eternidad, la libertad para elegir el bien o el mal, la convicción de que nuestra vida tiene un significado moral por encima de las contingencias de uno u otro sistema político. En esa cruz murió el Hijo del Hombre, tras irrumpir en la historia e inaugurar una nueva era que iba a afectar a la tierra entera.
Símbolo de una civilización
Hace 2.000 años, lo que sucedió en la cruz dejó de ser el dolor inútil y la humillación espantosa de quienes nada tenían. Con esa cruz en la mano, con ese signo iluminando nuestros pueblos y ciudades, nuestras universidades y escuelas, nuestra mente y nuestro corazón, España y Occidente entero adquirieron una identidad liberadora, una confianza en que la bondad no era una determinación natural, sino una decisión inspirada por el Espíritu. Bajo el signo de esa cruz el poder fue limitado, se conminó a los opulentos a aceptar la dignidad del humilde, se dijo que olvidar la fraternidad íntima de los seres creados por Dios era un pecado. A la sombra de esa cruz sigue alzándose el clamor frente a la injusticia y el júbilo de nuestra esperanza en una vida mejor para todos.
Esa cruz no es el signo de un privilegio ni la ofensa a los no creyentes. Es, por el contrario, el símbolo de una larga lucha por la igualdad y el respeto al hombre . Y es, sobre todo, aquello que nos identifica, creyentes o no creyentes, como miembros de una civilización dos veces milenaria, cuyos valores no han dejado de actualizarse durante 20 siglos. Una civilización que, entre todas las del mundo, es la única tan decididamente dispuesta a suicidarse, a abolir sus raíces, a segar su carácter, a desangrar su existencia.