Cuando en este mes de mayo la Iglesia se sitúa de una manera singular ante nuestra Madre la Virgen María para contemplar su sí, os invito a contemplar y a ver con más claridad y más fuerza que el sí que dio María a Dios es el sí de la Iglesia. Ese sí tuyo y mío que tenemos que dar a Dios con todas las consecuencias. ¡Qué altura y profundidad alcanza, qué fuerza se manifiesta y tiene para todos los discípulos del Señor contemplar estas palabras de nuestra Madre! «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra». Pues es a través de estas palabras donde se nos manifiesta cómo la Iglesia ha de responder a su misión. Y como lo ha de hacer con estas mismas palabras, han de ser estas las que la Iglesia viva y prolongue a través de los tiempos, pues en ellas se nos manifiesta un compromiso: la manera y el modo de vivir en esa disponibilidad permanente, a través de la cual Dios sigue visitando a la humanidad con su misericordia y su amor.
Nunca temamos abandonarnos en Dios, vivir en una confianza absoluta en Dios. Las palabras que el ángel le dice a María son claras: «No temas, María». Es cierto: era para temer llevar el peso del mundo sobre uno mismo, ser la Madre de Dios. Pero María entendió enseguida que, si ella llevaba a Dios, Dios la llevaba a ella. Esas palabras —«no temas»— son las que penetraron en lo más hondo de su corazón. Siempre me fijé en el silencio de María, en las palabras que tantas veces hemos escuchado: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (cfr. Lc 2, 19). Hay una representación de la Anunciación que me hace unas sugerencias singulares: ver al arcángel Gabriel sosteniendo un rollo, que es el símbolo de la Escritura, de la Palabra de Dios. Y María está dentro del rollo, está en el rollo, arrodillada, es decir, vive en la Palabra de Dios, impregnando de la Palabra todo su pensamiento, toda su voluntad, todas sus acciones. Ella habita en la Palabra.
En este mes de mayo en el que la Iglesia fija su mirada de un modo especial en María, descubre, medita, vive con la fuerza que tiene contemplar a nuestra Madre abriendo el cielo en la tierra. Ella con su sí abrió el cielo en la tierra. De tal manera que esas palabras suyas que recita, «me felicitarán todas las generaciones», tienen una realidad tan honda, tan fuerte. Porque es verdad: ella es la morada de Dios. El amor a la Virgen María es la gran fuerza por la que reconocemos todos los discípulos de Cristo que ella es nuestro auxilio, nuestra consolación, nuestra ayuda. En Ella reconocemos la ternura de Dios, la manifestación de lo que es estar disponible para Dios, de lo que significa vaciarse de uno mismo para contener a Dios.
¿Sabéis lo que más me fascina de nuestra Madre? Que no vacila ante la llamada que recibe para ser Madre de Dios. Un sí sin reservas de ningún tipo, un sí total y absoluto ante el amor de Dios. Cuando le piden colaborar en el proyecto de salvación, ella supera toda vacilación y se pone confiadamente en las manos de Dios. Imitemos a nuestra Madre y tomemos la decisión de ser discípulos de la escucha y de la acogida de la Palabra de Dios. El Magníficat es el verdadero retrato de su alma. Tejido por hilos de la Sagrada Escritura nos habla de María, que habla y piensa con la Palabra de Dios y que ha convertido en su propia palabra, de tal modo que su palabra nace de la Palabra de Dios.