Andaban dos monjas por la calle, cuando un grupo de muchachos comenzó a increparles con obscenidades. La de más edad se volvió con sonrisa socarrona: «Si os interesa tanto el sexo, tenemos la próxima semana un taller muy interesante en el colegio, al que estáis invitados». «¡Pobres chicos! –se volvió hacia la joven–. ¡A su edad, y todavía andan así de perdidos!».
Son las paradojas de la liberación sexual, que oculta una profunda aversión hacia el sexo. El sexo abre la puerta a una experiencia única de comunión entre el hombre y la mujer, por su íntima conexión con el milagro de la vida. Anulado lo esencial, la liberación sexual sólo ofrece sucedáneos. Nos quita el buen solomillo, que se come con la salsa justa, y lo sustituye por fritangas con tomate Ketchup y rebozados que hacen imposible saber qué porquería come uno. Pero el adolescente está, en principio, más inclinado a la hamburguesa que al mejor cocido montañés. ¿Le reconocemos el derecho a atiborrarse de grasas?
Es muy común el error de pensar que el sexo seguro es algo así como la cerveza sin alcohol, que siempre será preferible dar al chico que va a beber cerveza de todas formas. Pero mientras que probar esta cerveza no parece que vaya a originarle trastornos, la mentalidad anticonceptiva le inculca una visión egoísta del sexo, que es su misma negación. Se perderá lo mejor del coito, y lo que es mucho más grave: cuando intente formar una familia, carecerá de la extraordinaria ayuda que supone el sexo bien ordenado y entendido en toda relación conyugal. Incapacitado para el nosotros, acostumbrado en pensar sólo en la satisfacción de sus impulsos, obsesionado si acaso con dar la talla en la cama, podrá en justicia reprocharnos el haberle dado hoy todas las papeletas para convertirse en un perfecto infeliz.