El sembrador - Alfa y Omega

El sembrador

Colaborador

El viaje del Papa a Cuba empezó con un exabrupto: las palabras de Fidel en el aeropuerto. Siguieron las del Papa, el cual no quedó grogui por el k. o. de Fidel, según dice un comentarista de por acá, sino que elegantemente, y hábilmente también, rehusó entrar al trapo que se le tendía y, al no replicar el exabrupto, dejó claro que se reservaba decir lo que tenía que decir dónde, cuándo y cómo le pareciera. El recorrido de cinco días por la isla ha revelado de qué modo ha cumplido ese propósito; todo hay que decirlo, sin tropezar con nuevos exabruptos, sino con lo que incluso se ha llamado sintonía.

Ha hecho lo que había ido a hacer: presentarse a los cubanos y presentarles a Cristo, y recabar para su Iglesia el puesto que se le había negado, sacándola de las catacumbas. Y parece difícil que tenga que volver a ellas.

Y ha dicho lo que quería decir. Su condena de las sociedades consumistas no es ninguna novedad, y era de prever que la repetiría ante un país que tan duramente sufre sus consecuencias; pero no ha sido ésa la única lección del Papa. Sin descomponer el gesto ni perder la compostura, ha pronunciado una y otra vez la palabra prohibida, libertad, y con ella, las demás que durante cuarenta años no se han podido pronunciar en público y apenas susurrar en privado: dignidad de la persona, derechos de la persona, y, entre éstos, la democracia. Y todo ello, sin salirse de su competencia. ¿O es que, después de proclamar la dignidad de las personas como imágenes de Dios, se puede desconocer esa dignidad con todas sus consecuencias en todas las manifestaciones de la vida? Libertad es una palabra política, pero es también, y en primer lugar, una palabra religiosa.

No podía pasar de otra manera tratándose de aquel cuya característica es la firmeza, y que, nada más pisar suelo cubano, volvió a emplear las palabras con que inauguró su pontificado cuando, recién nombrado, se dirigió a los fieles: ¡No tengáis miedo!

Gente pa tó

Pero, como decía cierto célebre torero, hay gente pa tó. Y la ha habido en este caso para comentarios como el que empecé citando, o para taponarse los oídos y minimizar el mensaje del Papa, o para proclamar que el Papa en política no tiene por qué pintar nada. Lo cual podría tener sentido si se tratase de política en su sentido estricto, y no de los últimos efectos de una actitud cuya naturaleza religiosa no admite duda.

Obvio es que la inmensa mayoría de la buena gente que ha seguido el viaje no comparte tan tortuosos caminos. Y que son muchos incluso los que, recordando el impacto que la fuerza espiritual del mismo Juan Pablo II produjo en los países europeos del Este, pronostican un cambio fulminante en Cuba, olvidando que también en el ejemplo que invocan el cambio se pidió su tiempo y que no tiene por qué no pasar ahora igual, salvo, quizá, en la liberación de un número mayor o menor de presos, y vaya usted a saber si en el levantamiento o la suavización del embargo comercial norteamericano.

Nada de lo que antecede es original, pero pienso que la coincidencia con la práctica unanimidad de los comentarios es lo que da a este mío su mayor autoridad. Tan sólo me permitiré subrayar tres notas eminentemente optimistas. Una es la que nace de comparar este viaje con el calvario que para el mismo Juan Pablo II fue el viaje a Nicaragua, tiranizada entonces por el dictador Ortega: lo que da idea del progreso realizado en Cuba hacia una reconciliación de la que bien podría ser garante la Iglesia. La segunda nota es que, junto a las denuncias del Papa, haya sido posible una intervención como la del arzobispo de Santiago, inconcebible sólo unos días antes. La tercera nota es el grito que resonó en la plaza de la Revolución: ¡El Papa libre nos quiere libres! Fidel, allí presente, no pudo dejar de tomar nota.

Pero no se olvide nunca que el Papa no ha ido a Cuba a edificar, sino a sembrar. Ha esparcido la semilla copiosamente, generosamente. Ahora sólo hay que esperar a que fructifique.

José María García Escudero