Después de todo un verano contemplando por televisión las riadas de personas, cada una con su nombre y su historia, que huían de una realidad de guerra, muerte y horror, parece que nos vamos inmunizando de tanta tragedia y volvemos a nuestra vida normal, más o menos plácida, en la que los dramas se nos sirven a la hora de cenar a través de una pantalla plana. Y añado algo muy personal: no acabo de entender la diferencia entre refugiados e inmigrantes, que tanto se afanan en distinguir los políticos, ¿no son todos ellos, al fin y al cabo, seres humanos en búsqueda de una vida digna y mejor? No podemos ser ingenuos pero tampoco tan selectivos. Los que tenemos un techo, agua caliente en el baño, comida en la nevera… no nos podemos ni imaginar lo que debe ser tomar una decisión a vida o muerte, dejando atrás toda una existencia y aceptando un futuro incierto, si es que se llega a alcanzar alguna vez.
Son muchos los hombres y mujeres que a lo largo de la historia han hecho suya la suerte de tantos otros, como si se tratar de la suya propia. Personas que lejos de mirarse a ellos mismo, han optado por levantar la mirada y fijar sus ojos a su alrededor. Y han descubierto el dolor, la soledad, la esperanza truncada y la muerte. Una de estas personas fue Santa Rosa Filipina Duchesne, religiosa del Sagrado Corazón, que siempre orientó su fuerza y su energía hacia aquellos más necesitados. En esos primeros años del siglo XIX, en una Francia que se rehace de la revolución, una mujer de 49 años decide dejarlo todo y partir a los lejanos Estados Unidos de América, donde intuye podrá hacer mucho más que de encargada de portería del noviciado de París. Una nueva misión le quema el corazón y sabe que la vida es corta.
Las vicisitudes serán tantas (el viaje, las enfermedades, el idioma…) que sería imposible detallarlas todas. La dificultad más grande será siempre para Rosa Filipina no poder llegar a realizar su misión entre los indios. Pasan los años, perdura la impaciencia, sigue sin lograr su sueño. Pero Dios, el Dios de la fidelidad y la sorpresa, no la abandonará en su vejez… y a los 72 años alcanzará su deseo de vivir entre los indios, en concreto, los Potowatomí, establecidos en Sugar Creek (Kansas), después de haber sido expulsado en diversas ocasiones de sus propias tierras por los blancos. Cada vez más pobres, maltratados, desalojados, en constante exilio… acogieron a aquella mujer mayor y ya muy torpe, que apenas pudo hacer nada entre ellos más que rezar. ¿Nos encontramos ante una vida y una misión inútiles?
En una planicie de América, en las islas helenas, en las costas turcas, en todo tipo de vallas… son muchas las personas que huyen del dolor y buscan un hogar estable y una vida sin miedo. Son muchas las que buscan… y otras tantas que se acercan y les ofrecen agua, ropa y comida. Unas y otras comparten la realidad de un mundo herido y buscan la salvación de una humanidad rota. Al menos, afrontan el riesgo de intentarlo.
Teresa Gomà, RSCJ