El rey y el predicador - Alfa y Omega

El 28 de diciembre de 1622 moría en Lyon san Francisco de Sales, uno de los grandes maestros de la espiritualidad francesa. Vivió tiempos duros, los de las guerras entre católicos y protestantes, si bien él siempre tuvo un carácter pacificador. Podría ser calificado de apóstol del corazón, tal y como atestigua esta cita: «Es necesario que nuestras palabras salgan del corazón antes que de la boca. El corazón habla al corazón, y la lengua solo habla a los oídos».

Este santo obispo de Ginebra es conocido por obras como Introducción a la vida y Tratado del amor de Dios, o por ser el fundador de la Orden de la Visitación. Menos difundida es su relación con Enrique IV, un monarca que pasó en varias ocasiones del catolicismo al calvinismo y viceversa. Se le atribuye, además, una frase de corte maquiavélico: «París bien vale una Misa», que sirve para cuestionar la sinceridad de su conversión. Uno de sus biógrafos, Jean Christian Petitfils, afirma que Enrique IV creía en la Misa y en la presencial real de Cristo en la Eucaristía, pero no así en la devoción a los santos. Con todo, tenía conocimientos de teología y sus inquietudes religiosas le hicieron valorar la presencia en París de san Francisco de Sales en 1602. Le encargó la predicación de la Cuaresma en Fontainebleau y asistió a sus sermones en la capilla del Louvre. De este modo la estancia del entonces obispo coadjutor de Ginebra se prolongó nueve meses, y podía haber sido definitiva si el santo hubiera aceptado los requerimientos reales para ser nombrado arzobispo y cardenal.

Enrique IV lo designó como el fénix de los obispos, y le agradó que fuera a la vez «devoto, docto y gentilhombre». Reconoció que era un auténtico hombre de Dios, modesto y sincero, nada dado a las adulaciones cortesanas. Sus sermones llamaron la atención porque no se ajustaban a la grandilocuencia de cierta oratoria. El obispo se expresaba con sencillez y ponía ejemplos de la vida cotidiana. Fue encargado de pronunciar una oración fúnebre en Notre Dame por el duque de Mercoeur, muerto en una campaña contra los turcos. Sin embargo, sus palabras solo hicieron una mínima referencia al héroe militar. Antes bien, destacó la dulzura y la paciencia que el duque tenía con sus servidores y le presentó como modelo de esposo. En aquel momento debió de tener presente el Cantar de los Cantares, una referencia habitual en su predicación en la que el amor ocupa el primer lugar.