El realismo y la eficacia de la fe - Alfa y Omega

El reciente viaje del Papa Juan Pablo II a Cuba nos ha permitido contemplar un diálogo dramático entre dos conceptos del hombre y de la historia, que en cierto modo resume de manera grandiosa el siglo que toca a su fin. Frente al desafío que plantean el destino del hombre y de los pueblos, Fidel Castro representa la política como salvación, la utopía ideológica para cuya realización en la historia se hace inexcusable el uso de la violencia. Por el contrario, Juan Pablo II representa la certeza de la Iglesia de que sólo Jesucristo, el Dios hecho hombre, muerto y resucitado para nuestra salvación, es la respuesta radical al drama del corazón del hombre y de la Historia.

En la Revolución cubana existió un ímpetu original positivo: un deseo de construir la justicia y un ideal de fraternidad. La tragedia consiste en la realización histórica de ese proyecto, que ha generado enormes injusticias, violencias y exclusiones, precisamente por no aceptar sus protagonistas los límites de toda respuesta política.

Por el contrario, la enseñanza continua del Papa en este viaje ha insistido en la necesidad de reconocer la precariedad de las diversas soluciones políticas, dejando a salvo las buenas intenciones que las animan. Las respuestas políticas son parte ineludible de cualquier dinámica humana, pero siempre son contingentes, parciales y sometidas a corrección, y deben convivir con otras propuestas alternativas.

Esta humildad, exigible a todo marco político que intente servir al hombre, abre el surco necesario par el ejercicio de la libertad religiosa, mediante la cual las personas y los grupos buscan la respuesta radical al misterio de su vida, y por otra parte sirven al bien común de la nación, ya que «la historia enseña que sin fe desaparece la virtud, los valores morales se oscurecen, no resplandece la verdad, la vida pierde su sentido trascendente y aun el servicio de la nación puede dejar de ser alentado por las motivaciones más profundas» (Homilía en Santiago de Cuba, 24-I-98).

Fue significativa la afirmación del Papa a las familias en Santa Clara, repetida después a los jóvenes en Camagüey: «Ninguna ideología puede sustituir la fe en Jesucristo». Y, en otro momento, recuerda a los jóvenes que el cambio de su vida y la satisfacción de sus legítimas aspiraciones de verdad, bondad y belleza, sólo vendrán de su apertura de corazón a Jesucristo.

La conciencia de la limitación inherente a toda acción política, y la certeza de que Dios ha respondido al hombre en Jesucristo, presente hoy en la Iglesia, han permitido a Juan Pablo II ejercer un sano realismo histórico en Cuba: «El bien de una nación debe ser fomentado y procurado por los propios ciudadanos a través de medios pacíficos y graduales; de este modo, cada persona, gozando de libertad de expresión, capacidad de iniciativa y de propuesta en el seno de la sociedad civil y de la adecuada libertad de asociación, podrá colaborar eficazmente en la búsqueda del bien común» (Homilía en Santiago de Cuba).

Por otra parte, el Papa quiso prevenir a los cubanos frente a la tentación de poner su esperanza en modelos culturales importados, basados en el individualismo, el relativismo ético y la divinización del mercado, ya que entregarse a esos espejismos sólo conduciría a nuevas y amargas decepciones.

Juan Pablo II se despidió de Cuba deseándole un nuevo Adviento, que prepare el tiempo de la reconciliación y la fraternidad. Claro que, para conseguirlo, es necesario que el Gobierno cubano realice su propia autocrítica y abra nuevos espacios de libertad, y que el exilio y la comunidad internacional contribuyan a una salida pactada. Pero más aún que todos esos factores, es necesario que surja en la isla un tejido social vivo, al que puede contribuir decisivamente el trabajo de la Iglesia.

Al comprobar estos días el coraje y la autenticidad evangélicos de la Iglesia cubana, tan probada en el pasado reciente, comprendemos que las palabras finales del Papa no son un simple deseo, sino una tarea encomendada en primer lugar a esta Iglesia, ya que «encarnar la fe en la propia vida, es el mejor camino para el desarrollo integral del ser humano y para alcanzar la verdadera libertad». La Iglesia, siendo fiel a su misión de anunciar el Evangelio, puede ser el catalizador de una Cuba fiel a sus raíces, próspera e independiente, en la que ninguno de sus hijos se vea excluido por causa de su extracción social, sus opciones políticas o su fe religiosa.