El primer testigo y maestro de la fe
Orar por el Papa, orar por la Iglesia: responsabilidad urgente en esta hora providencial de su historia: así tituló el cardenal arzobispo de Madrid, su última exhortación pastoral, en la que escribió, desde Roma:
El martes 12 de marzo es la fecha de inicio del Cónclave para la elección del nuevo obispo de Roma, sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y pastor de la Iglesia universal. Con la celebración de la Santa Misa Pro eligendo Pontifice –Por la elección del Pontífice–, en la basílica de San Pedro, da comienzo el itinerario, canónico y espiritual a la vez, de la elección del nuevo Sumo Pontífice: ¡del nuevo Pedro!
No podría ser de otro modo, tratándose de un momento y de un acontecimiento en que el Señor mismo, por medio del don singular de una asistencia especial del Espíritu Santo, guía y conduce a la Iglesia, en las personas de los obispos que forman el Colegio cardenalicio, a la elección de quien pueda representarle mejor como su Vicario para la Iglesia universal, que se constituye en y desde las Iglesias particulares, es decir, del que va a ser Pastor de todos los pastores y de todos los fieles. Es una elección fuera de los planteamientos, de los estilos y del espíritu del mundo. De este modo, con la celebración de la Eucaristía, comienza el Cónclave, ofreciendo a Dios Padre el sacrificio de Acción de Gracias y de alabanza de su Hijo Jesucristo resucitado: el mismo Sacrificio de su cruz victoriosa en su resurrección, presente y operante verdaderamente en la acción litúrgica de su Iglesia, su Cuerpo y Esposa, a la que el Papa preside, en su nombre, como su Cabeza visible. En esa acción de gracias incluimos, con fervor, nuestra gratitud al Señor, por haber instituido en su Iglesia el ministerio apostólico de Pedro, de su primado entre los Doce apóstoles, como un oficio permanente e indefectible, vivo siempre a través de los siglos en sus sucesores, los obispos de Roma.
Confirma en la fe a tus hermanos
El encargo que el Señor le hizo a Pedro de confirmar en la fe a sus hermanos y de apacentarlos con un amor a Él mayor que el que pudieran profesarle los demás discípulos, a fin de que el Sí de la fe no se debilite ni se enturbie nunca en su Iglesia, lo asumirá, en continuidad fiel con sus predecesores en la sede de Pedro, su sucesor, con una firmeza y una humildad semejante a la suya: la del discípulo que, con su hermano Andrés, fue llamado por el Señor a seguirle desde la primera hora de su vida pública. En aquel momento de la primera vocación se llamaba Simón. Después, desde aquel día en el que, en Cesarea de Filipo, confesó su fe en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, inequívoca, plena y abiertamente, recibió del Señor otro nombre: el de piedra, ¡Pedro! Sobre él, el Señor, a quien confesó en toda la plenitud de su verdad, edificó su Iglesia; a él confió las llaves del Reino de los cielos; a él le prometió que las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella.
El nuevo sucesor de Pedro también cambia su nombre, como han hecho sus predecesores, a lo largo de una historia bimilenaria ininterrumpida: un gesto que refleja y expresa, con la viveza de la memoria evangélica de aquella valiente y fundamental Confesión de Pedro, la aceptación del ministerio del Primado en el testimonio y guarda de la fe en la verdad plena de Cristo y en la profesión incondicional del amor al Señor, creído y vivido en la totalidad de su riqueza divino-humana. La fidelidad de los sucesores de Pedro en la verdadera, plena, pública e inalterable confesión de fe en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de la Virgen María, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos por nuestra salvación, ha sido el canto firme o nota gloriosa que ha sustentado y caracterizado la historia de los Papas, hasta nuestros días. En los tres últimos pontificados –de Pablo VI, el Beato Juan Pablo II y Benedicto XVI–, ha sonado con el tono personal, espiritual y pastoral a la vez, inequívoco y heroico, de los grandes testigos de la fe, que no se doblegan ni vacilan incluso ante la amenaza del martirio, físico y psicológico, que viene siempre de los enemigos de la Cruz de Cristo.
Año de la fe
Estamos viviendo el Año de la fe, convocado por Benedicto XVI, en nuestra querida archidiócesis de Madrid, bajo la forma evangelizadora de la Misión Madrid, es decir, misioneramente. Nuestra plegaria, unida a la de toda la Iglesia, al pedir al Señor un nuevo Papa a la medida de su Corazón, habrá de estar inspirada por una principal intención: ¡que sea como Pedro, el primer testigo y maestro de la fe, constante, valiente e incansable en ser el Servidor por excelencia de su Verdad!; anunciándolo, enseñándolo, viviéndolo al frente de la inmensa comunidad de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Cristo. Lo necesitamos. Lo necesitamos como en todas las épocas de la historia de la Iglesia, desde el primer momento de su existencia histórica. Lo necesitamos con la nueva urgencia pastoral de un tiempo y de una época donde el No a Dios y a Aquel a quien ha enviado, Nuestro Señor Jesucristo, se ha instalado en el corazón de muchos corazones y, en una gran medida, en la conciencia de la sociedad.
Sí, mis queridos hermanos y amigos, confiemos al Inmaculado Corazón de María, nuestra Madre del Cielo, Virgen de la Almudena, nuestra oración por el nuevo Santo Padre: ¡que el Señor le conforte en el testimonio de la Verdad de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador!