Si la mirada del agricultor se concentra en lo cercano, la del marinero tiende a lo lejano, al horizonte, para observar el movimiento de las nubes y para intuir los cambios del viento. Así lo hacía Pedro de Betsaida cuando era pescador en Galilea, y así continúan haciendo sus sucesores para interpretar los signos de los tiempos y, en la medida de lo posible, avizorar el futuro.
En su discurso de felicitación de Navidad, Francisco recordó a la Curia vaticana que «no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época», en la que, para mayor desconcierto, «los cambios ya no son lineales, sino de profunda transformación».
En los últimos años, la Pontificia Academia de las Ciencias y la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales —que cuentan con numerosos premios Nobel—, no solo han ayudado a la Iglesia a entender el presente, sino que estudian fenómenos que cambiarán nuestro futuro. Como la explosión del big data, la inteligencia artificial, las posibilidades terapéuticas de las células madre, la robótica o el transhumanismo.
La globalización y la revolución digital han cambiado el modo de trabajar de muchísimas personas, e incluso el modo de percibir la realidad a través del torbellino de las redes sociales. Los síntomas de inquietud, individualismo y ansiedad saltan a la vista.
El Papa se ocupa de los problemas del presente pero también de construir cimientos para la evangelización del mañana. A lo largo de 20 siglos, el cristianismo ha recorrido caminos rocosos, polvorientos y fangosos. Hoy parece atravesar una y otra vez terrenos de arenas movedizas, que continuarán siendo frecuentes hasta que termine el cambio de época.
La fórmula de Francisco para abordar los problemas del presente y del futuro es la misma: vivir el cristianismo joven del Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, centrado en las personas que tenemos alrededor, mirando continuamente a Jesús y escuchando atentamente al Espíritu Santo.
Por eso anima a aprovechar las estructuras materiales y organizativas que sigan siendo útiles, pero sin dejarse paralizar por lastres. Y sin aferrarse a actividades o esquemas que impulsaron la evangelización en el segundo milenio pero se han vuelto contraproducentes en el tercero.
Acabamos de entrar en los años 20 del siglo XXI. A algunos les parecen locos, como los del siglo XX. Pero, entre todos, podemos hacerlos felices.