Nunca pude cruzar unas palabras con él. Nunca estuve a solas, ni siquiera acompañada, en una audiencia privada, pero estos días en Roma sé que me ha escuchado.
Algo tienen que tener esas personas que, de tanto tratar de tú a tú con Dios, basta una mirada suya para que te entren muchas ganas de dejar de hacer el indio.
Horas después de que un simple tapiz nos regalara, una vez más, la sonrisa del Papa que ha cambiado la vida de tantas personas en el mundo, tuve la fortuna de poder acercarme junto al féretro de nuevo Beato para contarle al oído todo lo que había venido a pedirle y a agradecerle. Parapetada junto a una columna, frente al lugar donde cientos de miles de personas se acercaban a venerar a su gran amigo, conseguí hacerme invisible a los encargados del orden que invitaban a seguir avanzando, y desde esa posición privilegiada, contemplaba cómo cientos de labios confiaban a su Papa la enfermedad del familiar enfermo, el trabajo que no llega, el coraje de ese bebé campeón que lucha por vivir, la preocupación por el hijo despistado, confidencias sobre dudas de fe, alegrías por el novio recién encontrado, temores ante un futuro incierto y deseos de ver el camino.
A mi derecha, un hombre de ojos demasiado cansados mostraba al Beato, desde la distancia, las fotografías de los suyos, con la misma familiaridad con que lo hubiera hecho en el sofá de su casa. Delante del escondite en el que me había hecho fuerte, un veinteañero orgulloso de sus rastas se hincaba de rodillas, ajeno a las miradas, confiando a Juan Pablo II todo lo que ya le había susurrado en tantas ocasiones. A lo lejos, monjas con cara de niñas recordaban quizás aquella Jornada Mundial de la Juventud en la que Dios definitivamente se metió en sus vidas tras unas palabras del Papa polaco.
Imaginé también las peticiones, deseos y confidencias de quienes no podían estar ahí, pero que de alguna forma se encontraban en la fila. Y pensé en la fiesta que estarían celebrando en el cielo, en la alegría compartida con quienes hemos querido tanto y tanto echamos de menos.
Me envía un mensaje mi querida amiga María José y me dice que escriba sólo lo que sienta. Yo me sentí escuchada por un Papa que ya hace mucho tiempo llegó, me miró y me convenció.
Dicen que ahora sólo hace falta un milagro para su canonización y sé que ese milagro ya se está produciendo. Cada uno tendremos el nuestro; los afortunados, seguro que más de uno y puede que hasta nunca lo sepamos. Será un secreto entre nosotros y el Papa que hablaba de tú a tú con Dios.