Salgo del trabajo en dirección a una librería, con el fin de comprar La Divina Comedia, de Dante. Aprovecho para entrar en algunas tiendas de ropa, donde me dejo embaucar por las dependientas, que hoy están especialmente amables y solícitas: hace mal tiempo y es fin de mes, así que hay pocas ventas. Cedo a la seducción y, sin darme apenas cuenta, estoy cargada de bolsas.
Cuando salgo de la tienda ya ha anochecido y diluvia. Al abrir, nerviosa, el paraguas, me golpeo en la cara con el bastón y salta mi pendiente derecho. ¡Son los pendientes de oro de mi madre! Cierro el paraguas, lo aparto para tener las manos libres y rebusco en el suelo de la calle, entre mi ropa, en las bolsas… Soy propensa a los catarros, pero no me importa empaparme. El pendiente no está.
Un anciano mendigo me observa desde su refugio, en el soportal de una tienda.
—¿Ha perdido algo, señora?
—Un pendiente.
—¡Ah, un pendiente! Es difícil de encontrar —me dice escéptico—.
Y vuelve a su indiferencia, sin mirar siquiera cómo es el otro pendiente para poder ayudarme. Las pocas personas que hay en la calle pasan apresuradamente a mi lado huyendo de la lluvia, ajenas a mi preocupación.
Llevo varios minutos mojándome y el pendiente no aparece. Siento dolor y angustia, ¡eran los pendientes que mi madre me dio al morir! ¡Y yo los había perdido! No me lo iba a perdonar nunca.
El mendigo fija su mirada en el suelo a varios metros de mí y se levanta. No espero nada de él. Casi no hay luz, es un anciano, vete a saber en qué estado se encuentra, es imposible que lo haya visto a esa distancia. Coge algo del suelo y me dice:
—Aquí está, es de oro.
—No sabe lo que ha hecho por mí, es de mi madre —respondo—.
El anciano vuelve a su refugio. Tampoco él espera nada de mí. Saco todo lo que llevo en el monedero y se lo doy. Cojo sus manos entre las mías y le miro a los ojos con una gratitud infinita. Le digo: «Lo que ha hecho por mí no tiene precio».
Antes no le había visto bien. Ahora leo en sus ojos la conmoción y la ternura que le ha movido a ayudarme: una pobre mujer soportando la recia lluvia sin moverse del sitio, angustiada por la pérdida de algo muy querido. El mendigo me sonríe y me dice:
—Gracias. Tenga cuidado, no se moje más, hace muy mal día, váyase a casa.
—¿Y usted dónde va a dormir?
—Yo…, me las apaño.
—Cuídese también, busque un buen sitio.
Me marcho pensando en cómo a veces dos extraños somos la misma cosa; me voy pensando en la misericordia, en Aquel que desde toda la eternidad me libera de la angustia bajo la apariencia de un pobre, en Aquel que, desde toda la eternidad, busca mi amor como un mendigo.
Hoy me he encontrado con Él.