Mi marido, Bautista, no deja de repetirlo: León nos lo hizo todo fácil, hasta su muerte. Durante la vida de mi suegro, siempre habíamos salido descansados después de estar con él. El día de su muerte, dijo por la mañana: «Me está llamando Dios». No le hizo esperar, tuvo la misma condescendencia con Él que acostumbraba con nosotros. Por la noche, falleció como quien se queda dormido.
Este hacer fáciles todas las cosas de León, dar descanso, es algo tan excepcional, tan diferente, que nunca ha dejado de sorprenderme. La tendencia de los hombres es la contraria, la de complicarnos una vida ya de por sí complicada.
Poéticamente, esa experiencia excepcional la expresa muy bien el director ruso Tarkovski en su película Andrei Rublev. Uno de los personajes dice: «Tú lo sabes bien: no logras hacer nada, estás cansado, no puedes más. Y, de repente, encuentras entre la muchedumbre la mirada de alguien -una mirada humana- y es como si te hubieses acercado a lo divino, a un misterio escondido. E inesperadamente es todo más sencillo» Una mirada humana y es todo más sencillo. Es el legado que nos deja León, su última palabra, su testamento.
Dice Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Nuestro León amaba a Jesús, al Cordero de Dios, tanto que no había nadie en el mundo más manso que este León.
Mi suegro era un León manso, manso y fuerte al mismo tiempo, paradójicamente manso y fuerte. Fuerte como hombre de campo, como hombre cabal. Lo demostró cuando murió su hija Cristina y olvidó su duelo para agradecer a todos el consuelo. Manso como hijo de Dios, como oveja de su rebaño. Él se definía a sí mismo así: Yo soy cristiano. Y tenía la virtud más hermosa de un cristiano: la acogida, la hospitalidad. Recuerdo que, al vernos, abría los brazos de par en par y sonreía, compartiendo la sobreabundancia de su corazón. El mensaje era elocuente: daba igual lo que hubieras hecho, eras bienvenido. Precisamente su mujer y una de sus hijas se llaman así, Bienvenida. Es curioso que la mujer con la que compartió su vida se llamara así, porque estar con él era justamente eso, una bienvenida.
Tenemos la certeza de que León, que siempre nos acogió, que nos abrió sus puertas a todos, habrá tenido ahora su bienvenida en el cielo, que las puertas se le habrán abierto como él las abría para todos, y de que los ángeles se alegrarán con su sonrisa.
Ha sido realmente extraña la serenidad que nos ha acompañado desde que murió León. Me tocó a mí darle la noticia a mi marido, y fue duro. Pero desde que se recuperó del primer impacto, Bautista siempre me ha dicho: «Estoy bien, estoy contento». Sí, es extraño: contento. Y yo lo entiendo porque lo he visto: he visto con mi marido a este León que no da miedo, esta muerte que no da miedo, y me he preguntado con san Pablo: ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?, ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria?