El mandarín de Eça de Queiroz: el poder en una campanilla
Esta novela corta, inserta en el género fantástico y dotada de gran sentido del humor, plantea una cuestión ética de alcance permanente y en ella surgen los temas de la codicia, la culpa y la hipocresía
En 2025 se cumplen dos aniversarios (180 de su nacimiento y 125 de su muerte) del novelista portugués José María Eça de Queiroz (1845-1900), destacado representante del realismo del siglo XIX y uno de los grandes de la literatura portuguesa equiparable a Camoes, Pessoa y Saramago.
Descubrí recientemente las huellas de Queiroz en Neuilly-sur-Seine, un municipio de la periferia de París que apenas dista tres kilómetros de los Campos Elíseos. El escritor, cónsul de Portugal en la capital francesa durante los últimos doce años de su vida, no solo tiene dos placas conmemorativas en casas de Neuilly, sino que, además, cuenta con un busto en una explanada del municipio. Pasear por esos lugares me llevó al recuerdo de la primera novela que leí del autor. Se trata de El mandarín (1880), escrita en un hotel de Angers durante unas vacaciones de verano.
Los manuales de literatura insistirán en que las mejores obras de Queiroz son aquellas en las que retrata a la sociedad burguesa de su tiempo: El crimen del padre Amaro, Los Maia, La ilustre casa de Ramires, La ciudad y las sierras. Sin embargo, mi obra favorita sigue siendo El mandarín, una novela corta inserta en el género fantástico y dotada de gran sentido del humor. La novela plantea una cuestión ética de alcance permanente y en ella surgen los temas de la codicia, la culpa y la hipocresía moral.
El protagonista, Teodoro, es un funcionario público que arrastra una existencia gris y anodina entre su oficina y una pensión del centro de Lisboa. Sale de esa rutina cuando, en un paseo nocturno, un misterioso desconocido le entrega un libro y rápidamente desaparece entre las sombras. Al abrir el volumen, Teodoro encuentra una campanilla y un mensaje nítido: bastará tocar la campanilla para que un anciano mandarín en la lejana China muera y le haga único heredero de su inmensa fortuna. Poco después, una voz insinuante dice a Teodoro que debe tener valor y tocar la campanilla. Bastaría con la muerte de un decrépito y gotoso mandarín que, después de todo, tenía poca vida por delante, para que la vida del funcionario cambiara por completo.
Teodoro toca finalmente la campanilla y pronto se entera de la muerte del mandarín Ti-Chin-Fu. Es significativo que Queiroz le ponga este estrambótico nombre; pero su intención parece ser la de recordar que el mandarín no es alguien genérico y desconocido, sino que es una persona. Esa circunstancia pesará en los acontecimientos posteriores, aunque, mientras tanto, Teodoro acude a un banco para cobrar una parte de su nueva fortuna y exige que le sea entregada en lingotes de oro. A partir de entonces, el protagonista derrocha sin límite en comidas, vestimentas, mujeres y lujosas mansiones. Se rinde a todos sus sentidos, pero lo que le produce más satisfacción es que Lisboa está arrodillada a sus pies y que le rinden homenaje la aristocracia, el clero y el pueblo. Su poder va más allá de las fronteras, pues Teodoro, sin querer ocupar la jefatura del Gobierno que le ofrecen, es capaz de comprar medios de comunicación, hacer préstamos a los reyes o financiar guerras.
Visiones nocturnas
El problema surge cuando Teodoro empieza a tener visiones nocturnas del viejo mandarín y no hay ninguna campanilla que lo haga desaparecer. Le ahoga el pensamiento de que se está bañando en sangre caliente y empieza a considerar que Ti-Chin-Fu tendría una numerosa familia, con nietos y bisnietos, a los que él habría despojado de sus riquezas y condenado a la miseria. Teodoro hace el propósito de viajar a China para reparar sus culpas, pues su conciencia no se tranquiliza ni con oraciones ni con la financiación de una suntuosa catedral de mármol blanco.
Sin embargo, el viaje de Teodoro a China no le devolverá la paz. Su generosidad con la gente pobre y su búsqueda infructuosa de la familia del mandarín le acarrean el recelo de la corte imperial y de las clases dirigentes, que desconfían de aquel peculiar extranjero. Teodoro regresa a Portugal sin que le abandonen sus visiones nocturnas del mandarín.
Nuestro protagonista adopta entonces la idea de volver a su vida de funcionario y renunciar a sus riquezas. Pero la gente le cree arruinado y todos desprecian al que consideran un engreído pobretón. Teodoro no recuperará nunca lo que califica de «la paz de la miseria». Su última decisión es hacer un testamento en el que lega todos sus millones al diablo, aunque a la vez escribe una advertencia que a Queiroz le sirve para concluir su historia: «Solo tiene buen sabor el pan que día a día ganamos con nuestras manos. ¡No matéis nunca al mandarín!». Esta obra no ha tenido ninguna versión cinematográfica. La merecería porque es una historia de alcance universal y bien podría hacerse pensando en multimillonarios chinos, estadounidenses o rusos.