«¡Pero este señor, en qué mundo vive!», exclamaba un alucinado Alfredo Pérez Rubalcaba. El ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, acababa de desatar una tormenta política, con su denuncia de que, «en muchas ocasiones se genera una violencia de género estructural contra la mujer, por el mero hecho del embarazo», presión que le empuja al aborto.
«Para los progres —resume El Trasgo, en La Gaceta—, un varón es capaz de cualquier cosa, salvo obligar a abortar a una mujer». Y añade: «No entenderemos nada de todo este debate si no partimos del hecho de que el aborto es el gran sacramento de la izquierda. Si se tratara de la intervención médica normal que pretenden que es», no habría «tanta histeria». Al comentarista le llama la atención la reacción de la Vicesecretaria General socialista, Elena Valenciano. El ministro explica que, entre las presiones que sufre la mujer, están «las que puede padecer una inmigrante, o las que sufren mujeres que, al quedarse embarazadas, tienen miedo de perder su puesto de trabajo, o bien no ser contratadas». Responde la número 2 del PSOE: «¡¿Y eso qué tiene que ver con el aborto?!». «La verdadera presión sobre las mujeres es la que se hace para que no aborten, para que ejerzan su libertad de decidir». Y punto. «No queremos defensores ni salvadores, ni padres espirituales que nos digan qué es lo bueno y lo malo para nosotras; no queremos un ministro que sea una especie de guerrero del antifaz defendiendo a las mujeres sobre la base de su propia ideología o su propia moral».
Inútilmente aportan datos y testimonios las asociaciones de ayuda a las embarazadas. Gallardón ha llevado a sus consecuencias lógicas el argumento, tan querido a los proabortistas, de la libertad de elección, y no van a perdonárselo. Valenciano no se quita el tema de la cabeza, y lo saca a relucir en el debate sobre la reforma laboral; también se habló de aborto en la movilización sindical del 11M. Y, en el Congreso, no hubo posibilidad de acordar una declaración institucional, el 8 de marzo, Día de la Mujer. El PP ha roto el consenso, salvo en Vitoria. Allí, con socialistas, PNV y Bildu, los populares, al frente del Ayuntamiento, reconocen el aborto como derecho.
¿Pero acaso ha defendido el ministro el derecho a la vida del que va a nacer? Nada de eso. Lo que ha hecho es tratar de complacer a tirios y troyanos. Explica, en ABC, Juan Manuel de Prada que «a Gallardón no se le escapa que la sensibilidad de progreso gusta de explicar (e incluso justificar) todas las calamidades mediante la invocación a una brumosa violencia estructural: el terrorismo islamista es consecuencia de la violencia estructural que rige las relaciones internacionales, la delincuencia juvenil es consecuencia de la violencia estructural que se respira en los ambientes marginales…». Creyó tal vez que, apelando a este concepto, «podría complacer a la diputambre de progreso. Y, para reforzar aún más su posición, añadió al sintagma violencia estructural el remoquete de género, que a la sensibilidad de progreso gusta más que a un tonto una tiza».
No hay que buscarle tres pies al gato: «La diputambre de progreso no considera que el aborto sea un mal que deba combatirse, sino un bien que conviene amparar y promocionar… En honor a la verdad, el error de Gallardón, siendo de bulto, no es distinto del que ofusca a muchos denodados defensores de la vida gestante, que empiezan siempre con la cantinela ternurista de que el aborto es un drama para la mujer». Pero si se quiere combatir el aborto, hay que hablar claro, y empezar «por calificarlo como crimen especialmente odioso, del que son tan responsables quienes lo perpetran como quienes mandan perpetrarlo; lo demás son vanos intentos de complacer a quienes no desean ser complacidos».