El entretenimiento de los olivos - Alfa y Omega

El ecologismo que prospera en este tiempo se funda, como casi todas las ideologías, en la afirmación de un juego de suma cero. Si los marxistas conciben la lucha de las clases sociales como el motor de la historia, si el liberalismo se refiere a una inveterada pugna entre el individuo, que anhela la libertad, y la comunidad política, que la constriñe, los ecologistas elevan la apuesta: los protagonistas del conflicto no serían los empresarios y los trabajadores, las convenciones heredadas y el individuo emancipado, sino el hombre mismo y la naturaleza. Nuestra historia como especie sería, así, la historia de una depredación; el hombre habría cimentado su hegemonía sobre un expolio. El bien humano y el bien natural se excluirían como la sabiduría y el prejuicio. El triunfo del hombre constituiría, por necesidad, la asfixia del medio ambiente.

El problema de la teoría ecologista, como el de sus ancestros ideológicos, es que no sobrevive a una confrontación con la realidad. Es apenas un castillo en el aire, un flatus vocis. Partir de la premisa de que el hombre solo puede mantener una relación desordenada con la tierra es tan equivocado como afirmar que solo puede mantener una relación ordenada con ella. El ecologista carece, en verdad, de imaginación: del hecho incuestionable de que nuestra civilización depreda los recursos naturales deduce que todas las civilizaciones lo han hecho o están condenadas a hacerlo. Incurre en el viejo pecado de la sinécdoque. Toma al hombre de hoy por el hombre de siempre, al hombre contemporáneo por el hombre eterno. Colige de la contingencia una fatalidad.

La realidad es que, incluso hoy, en la época del plástico y de la agroindustria, cuando el maltrato del medio ambiente parece arrellanado en un irreversible paroxismo, cabe un vínculo fecundo con el entorno natural. El hombre es capaz de devastar la tierra, pero también de elevarla a un esplendor. La semana pasada una trabajadora de Castillo de Canena, la famosa productora de aceite, enunció ante nosotros esta verdad con la gracia de los mejores poetas: «Hay que regar los olivos a diario para que estén entretenidos» y, envite, «conviene mantener las aceitunas en frío para que no se den cuenta de que han sido arrancadas del árbol». Tras su ingenuidad todos intuimos una agudeza. En este caso, la personificación no es un recurso literario, tampoco una acrobacia retórica, sino la sustancia misma de la realidad.

María se refirió a los olivos como humanos —les atribuye una conciencia y una vocación lúdica— porque de algún modo lo son. Entre el árbol cuidado por el hombre y el árbol silvestre se yergue una frontera ontológica. ¿Erramos al nombrarlos con el mismo término? El vegetal que crece a la intemperie, sin hombre que lo custodie, es apenas un ser vivo, un ente reductible a sus operaciones naturales, nada más que un simulacro de ese otro por el que se desvive el agricultor. Porque, como dice Miguel d’Ors en Viaje de invierno, «Pero quiero dar gracias a todas estas cosas / que han ido acompañando mi paso por el tiempo / —muebles, cuadros, cerámicas, libros, discos, películas…—, / cosas que un día cualquiera entraron en mi vida / siendo tan solo cosas, pero que, conviviendo / conmigo hora tras hora, se llenaron de alma / y se me convirtieron en mucho más que cosas».

D’Ors canta la misma verdad que nuestra poeta agraria. Las manos del hombre humanizan. Nuestro roce con los seres los «llena de alma», los inviste de una dignidad insólita. En vano explicaremos al pastor que sus ovejas son un capital, como para el empresario tecnológico los ordenadores. El trato cotidiano, atento, delicado del hombre transfigura las cosas; las arranca del ámbito de los medios para trasplantarlas en el reino de los fines. El fruto del árbol ya no es mercancía, sino ofrenda. Solo pecando podremos degradar el olivo a «recurso natural». Su entidad es distinta: es una misteriosa fuente de dones, un ser digno de cuidado, un nombre propio.

Se nos desvela ya la paradoja que ignora el ecologista. El ser humano, que puede ser depredador, está en verdad llamado a ser labriego. Su vocación no es dominadora, sino abnegada. Aunque Dios contornease para él las galaxias y los astros en los albores del mundo, aunque le sirvan las aves del cielo y los lirios del campo, debe rebajarse a súbdito. La agricultura nos revela el desconcertante orden del cosmos. La creación solo nos servirá si la servimos. Hemos de hacernos bufones para que el olivo fructifique.