El desasosiego - Alfa y Omega

Entre quietud e inquietud, sosiego y desasosiego, ¿cómo no optar en cada caso por lo primero? Sin embargo, ya el lenguaje cotidiano concede sentidos positivos, al menos, a la inquietud; así, decimos que un niño «es muy inquieto» o que tal persona «tiene muchas inquietudes», en contraposición a la apatía y el desinterés. Aunque la palabra desasosiego no admita giros equivalentes, cualquiera ve que la cosa misma —el desasosiego— es preferible, en ciertos casos, a su contrario. Que la preocupación nos impida conciliar el sueño es algo ciertamente malo, pero mucho peor sería dormir a pierna suelta, sin el menor remordimiento de conciencia, tras un día empleado en las peores fechorías. El desasosiego del injusto arrepentido es obviamente preferible al sosiego del injusto satisfecho en su injusticia.

Por supuesto, no es necesario haber cometido un crimen para que el desasosiego irrumpa con un significado positivo. Toda existencia humana está, de hecho, llamada a un desasosiego peculiar y permanente: el vinculado a la preocupación por la posibilidad, siempre acechante, del mal cometido por uno mismo, o el que manifiesta la seriedad del propio compromiso, inestable y necesitado de reafirmación, con lo verdadero y con lo bueno. La ausencia completa de tal inquietud equivaldría, más que a un positivo sosiego, a una genuina muerte espiritual: la de la persona que, desesperanzada, desata el nudo de su alianza con el bien.

No obstante, incluso la inquietud buena es todavía, en cuanto inquietud, mala, y expresa la aspiración a una quietud correspondiente. La dificultad estriba en que el cumplimiento de dicha aspiración apunta más allá de nuestras condiciones actuales de existencia. Toda pretensión de haberla alcanzado aquí y ahora equivale a la pretensión de haber logrado identificarse con la bondad misma, de haberse vuelto incapaz de cometer ningún mal y, por tanto, de estar liberado de toda preocupación al respecto; pretensión farisaica de santidad que, como es evidente, se anula a sí misma.

No es momento de imaginar cómo sea el más allá de la «vida perdurable», que diría Julián Marías. Ciñéndonos a la vida humana del más acá, su plenitud —más aún, su felicidad— parece indisociable de un desasosiego radical, cuyo posible aquietamiento, aun irrealizable de manera definitiva aquí y ahora, depende del establecimiento de una relación personal con una cierta trascendencia —Bien, Verdad, Amor—. Aunque la tradición filosófica agustiniana —desde el inquietum est cor nostrum de las Confesiones hasta Kierkegaard— ha ahondado con especial finura en la ambivalencia de este desasosiego existencial —positivo, al servir de acicate en dirección a aquella trascendencia y su descubrimiento; negativo, al anhelar pacificación definitiva y descanso en la trascendencia misma—, cabe afirmar que se trata de una realidad humana universal, la cual ha sido abordada de modos muy diversos —y con desigual tino— desde diferentes perspectivas éticas, metafísicas y religiosas (no en vano se sentían estrechamente hermanados, a este respecto, los primeros filósofos cristianos con Sócrates y los platónicos).

Si esto es verdad, habría algo equivocado en la reciente tendencia —identificable en la dudosa revitalización de la filosofía estoica y de las técnicas orientales de meditación— a suprimir toda clase de inquietud. Recordemos: no toda inquietud, no todo desasosiego son malos; una vida completamente carente de ellos sería pura apatía, incluso pura maldad. Se trataría de aprender a distinguir qué formas de intranquilidad merecen ser erradicadas y cuáles, por el contrario, deben mantenerse vivas. Hay inquietudes más superficiales, cuyo apaciguamiento puede resultar legítimo, e inquietudes más profundas, cuya extirpación equivaldría a la aniquilación espiritual de la persona.

El mundo contemporáneo no se caracteriza por un exceso de intranquilidad, sino por el desorden de sus inquietudes: un mar de preocupaciones de importancia relativamente menor ahoga el potencial existencialmente positivo de aquel desasosiego radical, profundo, del que hablábamos antes. El problema más grave no es, por ejemplo, el estrés laboral, sino que dicho estrés paralice a la persona y anestesie sus inquietudes más hondas. Peor aún es la alternativa representada por los ideales de la absoluta impasibilidad y de la mente en blanco, que llenan los estantes de nuestras librerías y que buscan anular, junto con el estrés laboral, todo desasosiego en general, incluido aquel sin el cual la persona muere en vida.

Defendamos, frente a todo ello, el ideal de una intranquilidad crónica, pero correcta: no la que produce arritmias y taquicardias, sino aquella sin la cual el corazón —nuestro núcleo moral— deja en absoluto de latir.