El Credo de los apóstoles
¡Dios está vivo!
Creo en Dios Padre todopoderoso. Lo creo y lo vivo. Soy sacerdote, y, por ello, ministro del Señor. Y también, parafraseando a san Agustín, soy cristiano. No estoy por encima de los demás, sino que con ellos comparto la fe y la vida. Y mi fe no se distingue de la suya.
Una vez pregunté a un niño de cinco años dónde estaba él hacía cinco años y medio; y me dijo: «En la tripota de mamá»; y le pregunté: «¿Y hace seis?». No supo contestarme. Le dije: «En la tripota de Dios. Si Dios no te hubiera querido antes, y no hubiera soñado con crearte, tú no estarías aquí».
Puedo decir con mi vida que Dios Padre siempre me ha cuidado. Siempre me ha perdonado los pecados, y siempre me ha acogido. ¡Él es fiel!, y esta verdad de la fe me da fuerzas para vivir el ministerio. La vida y el ministerio me han enseñado mucho; a abajarme, a no querer ser el dueño de mi vida, a dejar a Dios ser Dios. Puedo también decir que, cuando, por unas cosas u otras, he prescindido de Él en mis decisiones, Él se las ha arreglado para que se hiciese su voluntad, siempre mejor que la mía.
Reconozco que todo lo que tengo es suyo: mis padres, la vida, el universo, mis dones particulares, la Iglesia, la comunidad. Creo que me quiere un montón, y así se lo cuento a los demás; a veces, hasta lo siento y me emociona. Este verano, junto con unos jóvenes, haciendo una experiencia de misión, nos veíamos inundados por su amor a nosotros y a las personas con las que tratábamos. No creíamos en Dios, lo sentíamos, lo experimentábamos.
En tres palabras: ¡Dios está vivo!
Javier Igea
sacerdote
Dios tiene un rostro bueno
Yo creo en Jesucristo. No creo genéricamente en un Dios creador sin rostro, cuya voluntad permanece siempre velada en la realidad. Creo en Jesucristo que, como Hijo único, nos ha desvelado el rostro misericordioso de Dios Padre y nos ha dado a conocer su designio bueno.
Creo en Jesucristo porque, como los apóstoles, he visto su humanidad resucitada en la Humanidad nueva de la Iglesia, su cuerpo. Durante algunos años, viví angustiado buscando el sentido último de la vida, dudando de la existencia de un Dios que no podía tocar y atormentado por la exigencia de que su conocimiento fuera razonable. Como hizo con el apóstol Mateo, Dios tuvo misericordia de mí y salió a mi encuentro en una experiencia profundamente humana… y divina.
Como aquel discípulo, me topé, hoy hace 26 años, con los rasgos excepcionales de Cristo en la humanidad de los bautizados: una mirada de ternura sobre todos los aspectos de mi vida, una inteligencia fascinante sobre mi razón y mi afecto, una misericordia desarmante ante mi mezquindad, una comprensión clarificadora de toda la realidad.
Creo que Jesucristo es Hijo de Dios y Señor nuestro, porque así la Iglesia me lo ha transmitido: «Esta humanidad nueva que tú reconoces tiene su origen en la divinidad de Jesucristo, resucitado de entre los muertos…, aunque la cosa empezó en Galilea». Y en los evangelios que me entrega la Iglesia puedo contemplar los rasgos de Jesucristo, aquellos mismos rasgos excepcionales que vi por vez primera hace años y que hoy, a través de su presencia continua en la Historia, me siguen conquistando.
Ignacio Carbajosa
sacerdote
No puedo entender a Cristo sin María
En mi camino hacia el sacerdocio, muchas veces ha sido María esa tierra fecunda que me ha permitido crecer en mi encuentro con Cristo, ya que el propio camino cristiano es mariano. Estamos llamados, como ella, a dar nuestro amén, a no tratar tanto de explicar el Misterio, sino a poderlo hacer vida en nosotros, y sobre todo regalar esa experiencia de Cristo a los demás, no como quien posee una cosa, sino como quien, en el encuentro personal, regala su amistad; ésa es justamente la clave mariana.
Decía el Papa Juan Pablo II que, «al encuentro con Cristo, despunta mi vida», y justamente María es el paradigma de la mujer totalmente tocada por Cristo; su vida se resume en su Sí. Se convierte así en modelo para todos los creyentes, en el modelo de la Iglesia misma. En la cruz podemos descubrir cómo se completa la Encarnación, es decir, que el Resucitado mantiene su presencia en la Iglesia a través del Espíritu Santo. La imagen de ello es María; su tarea, ahora, es ser Madre de los que creen; ella trae la Iglesia a todos los discípulos. Como Juan al pie de la cruz, ahora todos somos sus hijos. Así podemos entender la famosa tesis de Hans Urs von Balthasar de que «la Iglesia, antes que apostólica, fue mariana».
Por eso, mi vida espiritual es una vida de aliado de María; es decir, no puedo entender mi vínculo con Cristo si éste no pasa por ella, y de alguna manera todo cristiano ha de hacer el camino mariano, ha de vivir como aliado suyo, aunque quizás no sea de un modo explícito, pero la opción creyente es siempre una opción mariana, donde decimos Amén al Señor.
Eduard Forcada
seminarista
Esa Cruz no está vacía
En mi proceso de conversión personal, que inicié con quince años, la imagen de un Crucificado ilumina y guía mi vida. Mi madre, mujer clave en mi conversión, me ha criado en la creencia firme de que todo en la vida tiene su cara y su Cruz; que la Cruz la forman las dificultades y sufrimientos; que vivir en la fe es aprender a superarlas para hacernos grandes ante nosotros y ante Dios. Al vencerme a mí mismo, mi debilidad se convierte en mi fuerza. La Cruz es mi oportunidad de compartir, tanto el camino cristiano de la perfección interna, como el amor al prójimo.
Cuando eludo mi cruz diaria, estoy renunciando a la Vida donde se forja la fe verdadera. En mis momentos de crisis, mi fuerza nace de que esa Cruz no está vacía. Cristo la llena y supera con Su amor infinito. Personalmente, creo que, cuando las Escrituras me recuerdan que Cristo padeció bajo el poder de Poncio Pilato, me está señalando que el Señor, lejos de rebelarse en el umbral de su martirio, asumió su Pasión, convencido de que no son las leyes humanas las que determinan la victoria.
…Y Cristo murió, rubricando con su testimonio el mensaje de que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. De no haber muerto, no se habría producido la redención del primer Adán por el nuevo Hombre: Mors, mortem superavit. Todos somos Adán y a todos se nos ha dado poder elegir. Dios nos creó libres, pero el sentido de la libertad auténtica está escrito con sangre en el árbol de la Cruz.
Así lo creo, así lo juro, así lo confieso.
Jesús Calvillo
Hermano Mayor de Nuestra Señora de las Mercedes de Puerta Real
(Sevilla)
La cosecha de los mártires
Durante más de treinta años del pasado siglo XX, la Iglesia estuvo prohibida en Vietnam. Los religiosos extranjeros fueron expulsados del país, y su patrimonio fue confiscado o destruido. Los seminarios fueron cerrados, y los claustros de los conventos quedaron vacíos. Treinta años sin nuevos sacerdotes ni evangelización, supusieron para los católicos de Vietnam un descenso a los infiernos, a la soledad de los justos que aguardaban la liberación prometida por Dios, a través de los profetas, desde el principio de los tiempos.
Así aguardaron los católicos vietnamitas, con fe, con esperanza, con la certeza de que no sólo ellos aguardaban a Dios, sino de que Dios les aguardaba a ellos para colmarlos de bendición con una Iglesia resucitada. Tras los años de prohibición y silencio sepulcral, la Iglesia vietnamita resurgió con la fuerza brutal de la Resurrección.
Los que trabajamos en Ayuda a la Iglesia Necesitada somos testigos de una Iglesia que, a día de hoy, exporta vocaciones a toda Asia, en cuyos seminarios hay lista de espera para entrar. Así sucede en Hanoi, donde los aspirantes a sacerdotes han de acreditar el tener ya una carrera universitaria y aguardar entre cinco y siete años para ser admitidos.
Es la Iglesia en Vietnam: una Iglesia regada con la sangre de miles de mártires, sembrada en el barbecho de más de treinta años de oración y silencio, que ha florecido como un bosque de fe en medio de un continente inmenso. La historia reciente de la Iglesia en Vietnam y su presente son, por tanto, motivos para seguir creyendo.
Jesús García, periodista
Ayuda a la Iglesia Necesitada
Escondido en un trozo de pan
Antes de subir al cielo, Cristo afirma que está con sus discípulos todos los días hasta el fin del mundo. Ya había mostrado dónde quedaría su presencia: en algo tan cotidiano como el pan. Cristo, glorioso en el cielo y, a la vez, oculto en un trozo de pan. Semejante Misterio escapa a mi entendimiento. Cuando llego cada domingo de madrugada a la capilla de la Adoración Perpetua de Getafe, me pongo ante Él y le pido que aumente mi fe. Él ha elegido este modo: humilde y silencioso. No impone su presencia, sino que espera a quien libremente quiera encontrarse con Él.
La inconstancia y la pereza impiden que busque este encuentro con la frecuencia que merece el mejor de los amigos, de modo que comprometerme en la Adoración Eucarística Perpetua es un medio eficaz para unirme más a Él: esas horas en su presencia van a estar transformando mi vida, a veces sin yo darme cuenta. Fuera siempre se oyen ruidos, voces y música: muchos jóvenes de mi edad están tratando de divertirse, y buscan sin saber el qué. Y yo, dentro de la capilla, sé a dónde mirar; y, aunque también busco, procuro dejarme encontrar y abrir la puerta a Aquel que está ahí noche y día, ininterrumpidamente, esperando por cada uno. Ésa es la grandeza de la Adoración Eucarística Perpetua: muestra a Cristo siempre abierto a nosotros. En el centro de la ciudad, entre bares y comercios, es como el corazón en medio del cuerpo: impulsa la vida y el sentido de cuantos salimos de allí.
Susana Parra
filóloga
¡Ven, Señor Jesús!: mi alegría y mi esperanza
Creo en este artículo del Credo porque el mismo Jesús lo prometió. El prometió su regreso, y yo ansío su vuelta. Examino mi corazón con frecuencia preparando este Encuentro, que por otro lado vivo anticipadamente en cada Eucaristía.
No es de buen cristiano no esperar cada día el regreso de Dios. Lo pedimos con fuerza en la Misa (Ven, Señor Jesús). Y no es de buen cristiano esperarlo con temor, porque el Dios que esperamos es un Dios que es Amor. Debemos hacer todo lo posible por hacer realidad esa vuelta. Saber que Él es el principio, pero también el final, es mi alegría y mi esperanza. Saber que, pase lo que pase, ya tenemos la victoria final es mi alegría y mi esperanza.
Me entristece ver que muchos cristianos viven de espaldas a esta promesa. Me apena ver que muchos prefieren no pensar en el regreso de Jesús por temor, por temor a la Pasión previa, ¡y por temor al juicio de Cristo!… Es cierto que es imposible resucitar en Jesús sin que su Cuerpo pase por donde pasó la Cabeza: la Pasión de la Cruz. Ante esto os digo: ¡Ánimo, tenemos a María, los sacramentos y el Espíritu Santo! Recurrid a María y con ella llegaréis segurísimos al cielo. Y en cuanto al juicio, ¡tenemos su Misericordia! Quien se acoja a ella no tiene nada que temer. Dios perdona siempre. No hay nada que no pueda su Misericordia. ¡Invocadla! Temed sólo no acogerla.
Facilitemos el regreso de Dios, que encuentre fe y amor en su Esposa, que le espera ardientemente. Hagamos posible su venida amándonos unos a otros, poniendo paz en todas partes, en primer lugar en nuestro corazón. Engendremos a Dios en nuestras relaciones, que reine en nuestro corazón, hagamos posible su Venida. Y digamos con alegría: ¡Ven, Señor Jesús, no nos hagas esperar más!
Mónica Vidal Liy
economista
El Amor que siempre busqué
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que me ha creado, soplo fresco que me renueva día a día, luz en mi oscuridad, aliento en mis desalientos, fuego que sana mis heridas, presencia que nunca me abandona, agua que lava mis pecados, óleo que me fortalece, mano que me bendice, dedo divino que me defiende del mal. Creo en el Espíritu que me convierte en templo de su morada, que me hace hijo de Dios por el sello indeleble recibido en el Bautismo, paloma que me libera de toda atadura y esclavitud.
Creo en el Espíritu, el único que ha llegado a lo más profundo de mi alma y habita en lo más íntimo de mi intimidad. Creo en el Espíritu, que me conoce y me quiere tal y como soy, de un modo incondicional. Es el Amor que siempre busqué y que tanto necesito; amor gratuito del Padre y el Hijo, que recibo como gracia, don, regalo; amor que me hace de nuevo, que toca la tensión, la angustia, e incluso la amargura a la que me han llevado situaciones de dolor, para transformarlas en vida nueva.
Creo en el Espíritu, que toca toda mi persona, sobre todo mi núcleo afectivo más íntimo. El Espíritu derriba muchos obstáculos que me impiden una relación verdadera y total conmigo mismo y con Dios. Y lo hace a través de los sacramentos, de la oración personal, de la adoración en espíritu y verdad, y también a través de la oración de intercesión de aquellos que rezan por mí, pidiendo al Espíritu mi sanación interior y mi conversión para que mis pensamientos y sentimientos sean los de Dios. La oración abierta al Espíritu, la que toca el centro afectivo de la persona, es la que obra en mí una transformación total.
Eduardo Toraño
sacerdote
La Madre que siempre me acompaña
Muchas veces había dicho lo típico: Creo en Jesús, pero no en la Iglesia. Y es curioso, porque fue en la Iglesia precisamente donde Le encontré. Hace unos años, en un Cursillo de cristiandad, me encontré con Cristo, y en ese pedacito de Iglesia conocí una Iglesia viva, en la que me sigo encontrando cada día con Él.
Desde entonces, vivo con esta convicción: que la Iglesia no es obra de los hombres, sino que Cristo creó la Iglesia, murió por ella y nos la regaló; por eso creo en la Iglesia, porque creo en Jesucristo y no los puedo separar, porque a Cristo le encuentro en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía; le encuentro en la Palabra, en María y en la comunidad.
Creo en la Iglesia por gracia de Dios, porque quiso elegirme y, por el Bautismo, hacerme hija. Porque es madre, y como madre siempre me acompaña. Porque me ha enseñado a rezar, a confiar en Él, a vivir con esperanza. Porque nos ayuda a vivir nuestra Iglesia doméstica, mi matrimonio y los cinco hijos que nos ha regalado, poniendo a Cristo en el centro.
Y creo en la Iglesia por el testimonio de tantos hombres y mujeres que me han enseñado que merece la pena vivir vidas plenas con el Señor: verdaderos santos, algunos gozan ya de la Gloria de Dios y están intercediendo por nosotros; y a otros los veo cada día. Creo en la comunión de los santos porque creo en esa unión de todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo, donde el Espíritu Santo vive.
Creo en la Iglesia, donde vivo, el único sitio donde sé que voy a ser feliz el resto de mi vida, y donde espero algún día morir.
Gema Martínez
administrativa
¿De verdad que me amas así?
Creo de verdad en el perdón de los pecados: empecé a conocer el perdón de Dios en una fabulosa tarde de diciembre de 1998, cuando, después de confesarme con aquel sacerdote, vi cómo dejaba atrás —como los judíos vieron los cadáveres de los egipcios, ahogados tras el paso del Mar Rojo— más de diez años de violencias y mentiras, robos y borracheras, drogas y sexo inútil, más una abrumadora carga de desesperación que me había llevado cerca, muy cerca, del suicidio.
Seguí creyendo en el perdón de los pecados cuando, años después, me di cuenta de que no era mucho mejor de lo que era antes de pisar de nuevo la Iglesia: a pesar de mis propósitos, siempre tropezaba con mis pecados, muchos y graves. Sin embargo, siempre me encontré con el setenta veces siete del Señor de la Misericordia, que me ama y perdona sin exigirme un curriculum impecable. ¿De verdad que me amas así? He descubierto que descanso y soy más libre dejándome querer, dejando a Dios ser Padre, que buscando mi perfección a base de puños.
Hoy, después de abandonar una relación casi mágica con el confesionario -que no, que no es una lavadora-, puedo decir que he conocido a Dios gracias, precisamente, a mi incapacidad y mi impotencia. ¡Yo no sé qué habría sido de mí sin mi pobreza! Cristo ha venido a buscar a la oveja perdida. Él cuenta conmigo, y sabe de mi cruz y mis pecados; y cada vez que me acerco a Él, Él se acerca a mí, resucitado, no para pedirme cuentas ni echarme nada en cara —¿Qué has hecho? ¿Pero otra vez?—, sino para mirarme a los ojos y decir: ¿Me amas?
Sí, Señor: Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.
Gonzalo Ochoa
comercial
El milagro de vivir en Dios
Creo en Dios Padre porque me ha creado, en Jesucristo porque es Dios hecho carne, y creo que, en la muerte, el alma y el cuerpo se separan para, después, en la resurrección, volver a ser uno como ya ha experimentado Jesucristo.
Dios Padre tiene poder para darle incorruptibilidad e inmortalidad a lo corruptible y a lo mortal. Así lo experimento yo en mi matrimonio, ya que encuentro la muerte de mi ser, consecuencia de mi pecado, de no poder amar a mi marido cuando no es como yo quiero. Pero experimento también la resurrección, al poder amarle cada vez que Dios me concede morir a mi pequeña persona. Esto es vida eterna, cuando el Espíritu Santo es quien obra en mí, ya que son actos con carácter divino.
He visto la muerte física de cerca. En la séptima semana de gestación me descubrieron un cáncer; para curarme, necesitaba quimioterapia, algo que mataría al feto, por lo que tenía que abortar. Sin esfuerzo, gratuitamente, salió de mí el no sacrificar al niño, porque ya había uno que se había sacrificado por todos: Jesucristo. No sentía que el Señor me pidiese sacrificios, sino aceptación de su voluntad como lo mejor para mí. Durante el embarazo, iban creciendo muerte y vida. Yo era feliz dentro del sufrimiento, porque conocer a Jesucristo daba sentido a mi vida. Tuvieron que darme tratamiento en el tercer trimestre, porque el cáncer se extendía. Provocaron el parto, y Lázaro nació.
A los quince días de dar a luz, al hacerme pruebas, vieron que el cáncer había desaparecido. Un milagro rotundo: madre e hijo sanos. Pero otro milagro fue el estar contenta durante el embarazo, querer a mis hijos y a mi marido, verme sostenida por la oración de tantos hermanos… Podría haber muerto en vida, pero el Señor me salvó de la muerte profunda del alma; lo he sentido cercano, como a un padre bueno, amante y cariñoso. ¡Qué dura fue la enfermedad! Pero ¡cuán maravillosa la experiencia de vivir en Dios!
Hoy, embarazada del sexto, otro regalo inmenso de su amor, sigo pidiéndole enamorarme de su Hijo para poder experimentar la Resurrección cada día.
Irene Sánchez-Prieto
madre de familia
Me espera Alguien que me quiere
Hablar de la vida es hablar de gratitud. Hablar de la vida eterna es hablar de algo más grande si cabe: no sabemos lo que nos espera, sólo que es maravilloso pensar que Alguien te está esperando con los brazos abiertos, que te quiere y que quiere perdonarte todo lo que no has hecho bien.
Sí que es verdad que hoy en día la muerte es un tabú, nos da miedo; en muchos crea tristeza e incertidumbre, porque no saben lo que pasará después.
Trabajo en un área que te hace tener los pies sobre la tierra de forma diaria. Es muy gratificante a nivel personal poder ayudar, en el final de vida, a generar un ambiente tranquilo y de paz y a que se puedan encontrar con Dios si lo desean. Tener la oportunidad de estar al final de la vida de las personas es un regalo para mí. Hay una presencia de Dios, y se nota. He podido conocer familias que dicen que la enfermedad ha sido un regalo para ellos. ¿Por qué? Porque ese sufrimiento ha hecho unirse a la familia, minimizando lo que no es importante, esa experiencia de vida les marca a los de sus alrededor siendo futuros consejeros de cómo vivir una vida plena para los demás. Yo quiero que vaya aumentando esa fe en mí cada día, y los que no la tienen que puedan experimentar la felicidad de esta vida agarrándose a esta fe, para llegar a la vida eterna con una sonrisa plena.
Teresa Plaza
Cuidados Paliativos a Domicilio Hospital Centro de Cuidados Laguna