¡Habemus Papam! El anuncio del nuevo Papa tan ansiado no ha podido por menos que conmoverme desde lo más hondo del alma. En apenas veinticuatro horas, los cardenales electores, movidos –evidentemente– por el Espíritu Santo, invocado con una fuerza imparable por el pueblo cristiano a lo largo y ancho del mundo, lo han señalado: ha tomado el nombre de Benedicto XVI.
«El Espíritu Santo lo indicará», así lo dejó escrito Juan Pablo II, con toda certeza, en sus poemas, recogidos en el Tríptico romano. La unidad de la Iglesia ha brillado en este brevísimo Cónclave con la fuerza del esplendor de la Verdad, hecha preciosamente visible en esa lluvia sobre la Plaza de San Pedro, preludio de la abundancia inagotable de la Gracia, que es Jesucristo resucitado, vivo y presente en su Iglesia «todos los días hasta el fin del mundo». En la misma antesala del Cónclave, celebrábamos el Domingo del Buen Pastor. No podía tener más realismo y eficacia en la Iglesia que sentía, entre el dolor y la alegría llena de gratitud, la orfandad por la muerte de un Papa santo, y anhelaba con avidez la voz y la caricia, física, palpable, del Pastor. La compasión de Cristo respondió de inmediato.
Dice el evangelio de San Mateo que Jesús, «al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban cansados y abatidos como ovejas que no tienen pastor». Desde entonces, y para siempre, todas las muchedumbres del mundo ya tienen dónde descansar y encontrar el aliento de la vida. El pontificado de nuestro buen pastor Juan Pablo II ha sido, sin duda, una prueba incontestable de esa compasión sin fin de Jesucristo, que ha llenado de paz y de esperanza verdaderas a cuantos se acercaron a él, le escucharon con sencillez de corazón y han hallado en la Iglesia ese calor del hogar que se llama salvación. Es verdad que muchos, muchísimos no católicos, y hasta agnósticos e incluso autocalificados ateos, muchedumbres de más allá de la Iglesia visible, como bien hemos podido comprobar estos días pasados, han podido tocar, y empezar al menos a gozar, la compasión de Cristo que derrochaba a raudales Juan Pablo II, pero eso, precisamente, pone bien en evidencia la presencia misteriosa, sí, ¡pero real, realísima!, de Cristo, que enseguida se ha hecho de nuevo visible en su Vicario en la tierra. Hecho una sola cosa con él, seguirá extendiendo sus brazos infinitos hasta los confines del mundo, a través del tú a tú, del Venid y veréis que escucharon, los primeros, Juan y Andrés, de tal modo que ni uno solo de los seres humanos tiene cerrado el camino a la caricia salvadora del Buen Pastor. Basta encontrarse con ella, como les sucedió, primero, a los Apóstoles, y a Zaqueo y a la mujer adúltera…, y luego a Pablo y a cuantos se encontraron con los Doce, y con los demás discípulos, y con esa cadena ininterrumpida de cristianos que, a lo largo ya de dos milenios, han ido trabando esos lazos hechos del amor verdadero que sacia el corazón, más estrechos aún que los de la carne y la sangre, porque han fraguado en una amistad que lo abarca todo y es un «manantial que salta hasta la vida eterna», como el mismo Cristo le prometió a la Samaritana.
A Juan Pablo II, cuando miraba a la Humanidad, le gustaba hablar de familia humana, no de especie o de género humano. Ciertamente, no era un capricho. Expresaba el secreto de la vida, la compasión de Cristo que, a la asfixiante soledad de un mundo todo lo globalizado que se quiera, pero huérfano, y por ende esclavo del poder y de la dictadura del relativismo –en expresión del nuevo Papa, en su homilía a las puertas del Cónclave–, la transforma en compañía salvadora que nos hace libres. El cristianismo es justamente eso: una cadena de amistad, humana, humanísima, cuyo crecimiento pasa por el ver y el palpar. No es ninguna ideología lo que se nos ha transmitido: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida…, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo». Todo lo contrario del relativismo ambiente, que destruye la vida.
La salvación, la vida, no es algo etéreo y subjetivo, no es un espíritu invisible que cada cual manipula a capricho; es la carne del Verbo que nos ha sido dada por María y permanece en el Sacramento que es la Iglesia, «signo e instrumento –en palabras del Concilio Vaticano II– de la unión íntima con Dios y de la unidad de todos los hombres », y cuyo vínculo, principio y fundamento visible es el sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo en la tierra. Verle, oírle, tocarle, seguirle no es cosa de fanáticos, ni siquiera de piadosos, es, sencillamente, el único ejercicio verdadero de la libertad, de quien no quiere ahogarse a la mortal soledad del relativismo y el sinsentido.