Un grupo de invitados selectos se dan cita en un palacete de la calle Providencia. Los criados, excepto uno, han huido horas antes de aquella casa. Tras entrar en una habitación a escuchar un concierto de chelo de una de las invitadas… ya no pueden salir de esas cuatro paredes. No hay comida, no hay bebida… solo podrán salir si descubren por qué no pueden hacerlo.
No es fácil entender a Luis Buñuel. Nunca sabremos a ciencia cierta qué era aquello que impedía a los invitados a la fiesta salir del palacete de la calle Providencia. Pero cada uno puede ponerle el nombre que quiera: la moral, el miedo, un hechizo… o sencillamente una excusa para recrear un ambiente opresor y agobiante que ya habían vaticinado los criados, que salieron corriendo minutos antes de que se desatase la hecatombe.
Se dice que el cineasta aragonés tenía en mente el cuadro La balsa de la medusa de Géricault cuando creó el filme. Una barca a la deriva donde nadie puede salvarse y que hace que el instinto más animal florezca en sus polizontes. Igual que los invitados a la fiesta. Verán animales desbordarse de fiereza cuando el hambre aprieta, cuando el sexo ahoga, cuando la culpa y la ira anudan la razón. Lo desconocido invade el bienestar y el surrealismo se apodera de la escena. Todo teñido de ese componente religioso -versión amor u odio– que acompaña a toda la obra de Buñuel. Como él mismo reconoció en aquellas conversaciones con Max Aub, «en mis películas cada vez voy poniendo más elementos religiosos. Es un poco de obsesión». Gabriel Figueroa, director de cine mexicano, opinaba que Buñuel solo era «irreverente, no contrario al catolicismo. La ironía está en que, a pesar de que sus películas son estigmatizadas como antirreligiosas y anticatólicas, en realidad Buñuel se está preparando para la otra vida, intentando acercarse a Dios en todo momento. Es uno de los hombres más religiosos que he conocido», como recoge la biografía de John Baxter. Rafael Alberti secundaba esta opinión: «Las cosas eclesiásticas me gustan mucho, como a él. Pero creo que Buñuel, en el fondo, es un hombre religioso y completamente católico, que cree en el infierno».
Portillo, en su tercer montaje teatral como directora –y con versión de Fernando Sansegundo– se ha atrevido a llevar a escena a 20 actores, ninguno de ellos protagonista, para recordar –en la que es la gran apuesta del Teatro Español dirigido por Portacelli– que el encierro es algo que no es ajeno a nadie. «Antes la gente salía de Europa, ahora Europa se cierra y no permite a nadie entrar. Nos creemos más protegidos, pero estamos más en peligro que nunca», aseguró en la presentación de la obra.
Ojo, que el espectador no espere una réplica de la película. Ni lo es ni se pretende que así fuera. Si lo esperan, quedarán decepcionados. Pero el teatro no es el cine, y esta versión ágil –pese a algunos contrarios que la tildan de dejar caer el ritmo– y poética mantiene lo esencial: el burgués despojado de su rango frente a la desesperación del encierro y la ausencia de necesidades básicas. Algo de lo que nadie está a salvo. Algo que viven cada día miles de personas en Siria, en una barcaza en el Mediterráneo, en los campos de refugiados. El hombre frente al espejo cuando lo accesorio desaparece.
★★★☆☆
Teatro Español
Calle del Príncipe, 25
Antón Martín, Sol
Hasta el 25 de febrero